Es muy posible que su dueño no lo sepa, pero en el living de una casa cordobesa, presidiendo seguramente la mejor pared de la sala, está colgado el cuadro de Egidio Cerrito que, sin querer, despertó su vocación de restauradora. O mejor dicho, que le confirmó a Marcela Mammana que la pasión por el arte se puede expresar en toda su dimensión al "curar" una obra, dicho esto en el más literal de los sentidos.
"Yo ya me estaba por recibir y había ido a mi marquero a llevarle unos cuadros para el examen final. Cuando llegué, lo encontré desesperado porque había usado clavos y se le había saltado toda la pintura en un cuadro de un cliente. Era un óleo. Un óleo con mucha textura aplicado con espátula. Era un Cerrito –revela–. Y lo vi tan desesperado, que le dije que lo iba a ayudar".
"Y me quedó bárbaro. De verdad que quedó muy bien", asegura hoy Marcela, con el aval de 25 años de formación y profesión junto a los mejores maestros del mundo, y la picardía de saber que se ganó el cielo con una gauchada algo irresponsable.
Marcela confiesa aquel simpático comienzo en la restauración sentada en un banco de Los Capuchinos, la iglesia cordobesa de aires góticos que a partir de hoy, en un altar donde trabajó a contrarreloj, albergará la imagen del canonizado José Gabriel Brochero, el Cura Gaucho. Si le preguntan desde cuándo se emociona con arte, aparecen los rulos negros de una nena que dibujaba en su cuaderno con crayones, con lápices, con témperas, o cualquier cosa que le permitiera estampar sus fantasías.
"Yo escribía mis propios cuentos y los ilustraba", dice, y en el recuerdo hay una mención cariñosa para la abuela Modesta y para su mamá Áurea Leda, que también pintaban. Por eso, en esa casa de barrio San Martín, no fue ninguna novedad que, cuando egresó del Colegio Antonio del Viso, se inscribiera en la Escuela Provincial de Bellas Artes Figueroa Alcorta, de la que egresó con un promedio de 9,41. Una pinturita.
Danza íntima con Rembrandt
En sus años de estudiante, a Marcela le gustaba mucho la escultura y pintó bastante obra propia antes de dedicarse a la restauración tiempo completo. De hecho, con la venta de sus cuadros se pagó los primeros viajes y seminarios en Europa luego de ser la primera egresada en el Museo Genaro Pérez del curso que durante cuatro años dio en Córdoba el maestro Rafael Palermo.
El maltrecho cuadro de Cerrito podrá ser una anécdota memorable para la entrevista, pero "el restauro" (así habla ella, luego de tantos años de escuela italiana) fue su norte desde siempre. Las ciudades de Florencia, Venecia, Ámsterdam, Mallorca y París se hilvanaron en su biografía a fuerza de becas, cursos, invitaciones y seminarios con los que tejió una red de relaciones que mantiene en la actualidad y que la tienen siempre ocupada.
Eminencias como Michel Menu, el doctor en Física responsable del inmeso laboratorio que palpita varios pisos bajo tierra del Museo Louvre, o el holandés Lambertus Vercouteren, una importante figura en la restauración de óleos, se volvieron nombres de consulta luego de compartir con ellos clases, talleres o trabajos.
"Esos primeros años de formación fueron una locura para mí. Cruzaba dos veces por día el Ponte Vecchio en Florencia, para ir de un seminario a otro", relata.
"Si me piden una imagen, me quedo con una visita que hicimos con Vercouteren una noche al Rijkmuseum de Ámsterdam. Estaba cerrado, teníamos el museo para nosotros solos y ahí estaba La ronda nocturna, de Rembrandt (pintada entre 1640 y 1641). Es inmenso, una locura. Había que revisarlo y lo tocamos, y empezó a sonar la alarma mientras lo analizábamos. Estamos con el maestro, en silencio, tocando con la palma la obra majestuosa de Rembrandt, los dos guardias vigilando y la alarma que sonaba, sonaba y sonaba... No me lo voy a olvidar más", asegura.
Arte de redención
"¿Qué siento arriba de un andamio? Me siento bárbaro, plena frente a la obra. Siempre es estimulante ese encuentro, sobre todo en el momento cero, cuando estás decidiendo con qué materiales trabajar y hacés pruebas con los pigmentos. No tengo cuentas pendientes con mi arte. Es maravilloso poder sentir que ayudaste a salvar tanta diversidad de obra", dice, sin nada que cobrarle a su ego de artista.
Ella podría armar su propio recorrido turístico por distintas maravillas del arte cordobés que ayudó a recuperar. Empezaría por la Catedral de Villa María, donde estuvo cuatro años arriba de un andamio rescatando angelitos perdidos; o por la parroquia de los Padres Trinitarios de esa ciudad, donde se terminó de enamorar de la magnífica obra de Fernando Bonfiglioli.
Podría seguir por la capilla de Buffo, en Unquillo, que había sido atacada por la humedad y en la que pudo revivir los frescos con una innovadora modalidad para aplicar las italianísimas nanopartículas de calcio. Podría tener otra escala en el Monumento del Dante, en el Parque Sarmiento, o en la Casona Municipal de la calle La Rioja, donde con paciencia logró revivir los cielorrasos.
La última parada sería en Los Capuchinos, su iglesia preferida, adonde desea volver para seguir trepada en el andamio. "Cuando se entrega un trabajo, siempre un pedacito de uno se queda allí. Siempre volvés a visitarlo –dice– porque quedan en tu vida para siempre".
Cómo es el altar del Cura Brochero
"Tiene distintos niveles. La zona baja, la más importante, la más artística, está toda revestida con mosaico. Son venecitas, vidrio dorado a la hoja y, en partes, patinadas. Hay dos cruces latinas laterales de vidrio azul y una cruz paté bellisima en el centro. Arriba avanza en lo que sería un cielo. El trabajo de restauro implica siempre respetar el original al máximo. Y para eso hay que investigar mucho la historia: quién lo hizo, cómo, con qué materiales, con qué técnicas, para utilizar los materiales adecuados. De lo contrario, podés perder cosas que tiempo no hubiera dañado", dice Marcela Mammana, que trabajó en Los Capuchinos con la asistencia de Ana Lía Schneider, convocada por fray Carlos Novoa y el arquitecto Javier Correa.