Bulliciosa sociedad en potencia, el colegio secundario adquiere amplitud soberana cuando responde a la jurisdicción de lo nacional, y más todavía cuando se ve convulsionado por las tomas estudiantiles. Ese estado de excepción en miniatura es el que Sebastián Menegaz (Córdoba, 1981) evoca con conciencia de causa en El último moscovita, desenfadada mirada atrás a una toma en el Manuel Belgrano de 1999 de la que el autor fue partícipe en calidad de alumno de octavo año.
Amplificada a partir de una reunión nostálgica de excompañeros en el restaurante La Zete, la narración vuelve a ese menemista fin de milenio para reconstruir personajes, lazos y anécdotas en torno a unas elecciones desopilantes de centro de estudiantes, una toma tan fortuita como caótica y una salida a la ciudad que cobra los visos de un Cordobazo modesto, una revuelta velozmente desarticulada por el sino melancólico de todo acontecimiento.
En ese sentido, Menegaz desplaza el anhelo utópico al cómic de un revolucionario ruso que se publica en la revista del colegio y que le da épico nombre a la novela, haciendo explícito el repliegue anárquico en el plano de la ficción. Algo similar ocurría en La liga harapienta, primera novela del autor donde una tropilla de jinetes rústicos vengaba la muerte del “Chacho” Peñaloza con cadencia folklórica e implacabilidad western, como si la historia solo pudiera (re)escribirse desde la fantasía, la cita y la profanación.
En El último moscovita la sonora sintaxis de Menegaz vira hacia la exaltación embriagada del jazz, a un estilo sincopado y celiniano plagado de exclamaciones, paréntesis e interjecciones, un reguero acelerado de referencias eruditas, extranjerismos y juegos de palabras (“¡Intemperantes témperas temperamentales!”) a tono con una juvenilia de irresponsabilidad ilustre.
Heredero de Néstor Sánchez, Marcelo Cohen y Luis Chitarroni, a quien el libro está dedicado (en diálogo con la entrañable novela El carapálida del autor porteño), Menegaz anexa otro eslabón a un proyecto ambicioso que hunde sus raíces hípsters en los mitos fundacionales y que también ha deparado dos libros de cuentos premiados: el más reciente y aún inédito Los tripulantes del Snark, que ganó el Concurso Literario Fundación El Libro 2025; y El espectáculo transparente, que mereció el Premio Provincia de Córdoba en 2015.
¿Qué llevó a Menegaz a concebir El último moscovita? ¿Cuánta autorreferencialidad hay en el relato? “El colegio es un Belgrano apenas desfigurado. En el libro no tiene nombre. Pero es reconocible para un lector de Córdoba. Y supongo que un exalumno notará las licencias, que a veces son flagrantes. Otro tanto pasa con el barrio Clínicas”, dice el autor desde Villa Icho Cruz, donde vive.
Y completa: “Fui alumno de ese colegio, y participé de esa toma, a comienzos de 1999, en términos similares a los del narrador, con un protagonismo nulo, como una especie de figurante. Era un adolescente introvertido y apocado. Pero creo que no individualista, en el sentido que tenía una lectura política de la realidad arraigada (con los esquematismos propio de esa edad, desde luego) y un malestar, cierto desamparo dentro del sentido común de aquellos años. Pero la novela ya estaba en marcha cuando surgió la idea de la toma como setting. Fue gracias a Giorgio Agamben y su Autorretrato en el estudio, en una parte donde él recuerda medio a la pasada un concierto en una facultad tomada, en los ′80, creo. Ahí la novela empezó a tomar forma”.
-¿Por qué la novela se llama “El último moscovita” y no “La toma”, digamos? ¿Ese desplazamiento hacia la ficción es escéptico o idealista?
-El humor es un anticuerpo de mi pesimismo natural. El último moscovita es el título de esa vieja historieta postapocalíptica de ambiente ruso, publicada alguna vez en la revista de la escuela, que se narra al final como una especie de coda. Es como un espejo pulp en el que se reflejan el narrador y Godina, su amigo de los primeros años, quien de un día para el otro deja el colegio sin dejar rastro y sin que nadie vuelva a saber de él. Se podría pensar que toda la novela se transfigura en el cómic del final. Pero así como la toma pone en escena el microcosmos escolar, la ausencia de ese primer amigo de alguna manera lo pone en fuga, lo desestabiliza, vuelve ineludible para el narrador ya adulto escribir lo que escribe. De alguna manera ese último personaje Godina-Lyovkin se podría leer como una formulación escéptica del apogeo del cinismo. Pero sin perder de vista que el escepticismo es también una forma de idealismo.
-Se dice de Godina que vive en Sierras Chicas, “lejos”, “far away”, donde vos terminaste viviendo. ¿Cuánto de ese estar al margen te representa?
-Bastante, creo. La época me abruma. La socialización hipertrofiada que rige todos los intercambios, el exhibicionismo obligatorio. Pero no deja de ser una observación tendenciosa que justifica mis defectos de carácter. Por la mañana escribo o leo, eso seguro; el resto diría que es la rutina de un padre de familia en una geografía accidentada.
Historia argentina
-¿Son tus libros parte de una saga mayor vinculada a la cuestión nacional?
-No, pero ahora que lo decís no sé. Una saga no. Pero supongo que todo lo que escribo (incluso algo de una máscara más autobiográfica, como podría ser esto) nace de la experiencia de la lectura, se inscribe en alguna secuencia o zona personal de ese orden. Y en mis primeras lecturas, en los años ′90, había mucho de historia argentina. No me atrevería a decir que José Luis Busaniche o Félix Weinberg, esas colecciones de Hachette, de Hyspamerica, o para venir más acá, Richard Gillespie, fueron mi Simbad (porque generacionalmente mi Simbad fue la televisión), pero sí que leía a esos autores como si fueran las Mil y una noches.
-Lo primero que salta a la vista de “El último moscovita” es su prosa jazzística. ¿Qué avala esa apuesta formal, tan exigente para con el lector, y por qué el género con mayor protagonismo es sin embargo el blues, representado por la referencia entusiasta al mítico Sergio Blues Barbosa?
-Creo que uno escribe como puede más que como quiere. La llave (no siempre del éxito, pero sí muchas veces de la felicidad) está en reconocer, con los años, el lenguaje que siga empujando el cursor; que tire del carro, no sé muy bien hacia dónde, pero sin perder la fe en lo que se está haciendo. Después, como decía Augusto Monterroso, el libro terminado hace la suya, encuentra o no un lector, o los encuentra y los pierde, o viceversa. Preocuparse excesivamente por eso es una pérdida de tiempo. A Sergio Blues Barbosa le llevé una guitarra para arreglar, como se cuenta en la novela, y después se me apencó en la trama. ¿Pero cómo no iba a ser así si es el autor de “De vuelta al barrio”?
-Dedicás el libro a Chitarroni. ¿Qué motiva esa influencia, ese padrinazgo?
-Durante buena parte de la redacción la novela tuvo otro título, “El ámbito de los lirios”, que es el título de un capítulo de Enemigos de la promesa, un libro de Cyril Connolly de antes de la Segunda Guerra. De hecho el epígrafe de El último moscovita (“Los ruidos íntimos del College”) está tomado de ahí. En ese capítulo, Connolly narra sus recuerdos de Eton College (de la secundaria, digamos) donde fue compañero de George Orwell y alumno de Aldous Huxley, por ejemplo. Y parte constitutiva de esa experiencia es también la experiencia de la lectura, de los libros, y la idea del crítico como artista, en el sentido en que lo plantea Oscar Wilde. Chitarroni y Connolly dialogan entre sí como a mí me gustaría que El último moscovita pudiera dialogar con ellos. Lo que desde luego no deja de ser una especie de prepotencia o inocencia infantil: escribir es siempre meterse en alguna conversación de grandes. Pero la dedicatoria a Chitarroni es afectiva. A la memoria de ciertas charlas que tuvimos en un Bonafide de la calle Callao, a los cruces de mails ultra manieristas, inútiles y felices hablando de los libros de otros, de películas.
-Estudiaste cine y sos director cinematográfico. ¿Cómo se vinculan tus libros con tu quehacer audiovisual? ¿Existe un diálogo entre disciplinas?
-Ahora hace muchos años que no dirijo. En realidad, nunca dirigí solo, siempre lo hice con Lucas Damino, sin un mango. Pero en los libros el cine es omnipresente. La liga harapienta es un western. Y en todo hay algo de la escritura por escenas, por unidades de acción o de ritmo interno, del montaje, que está a flor de piel, me parece.
-La trama de “El último moscovita” transcurre a finales del menemismo. ¿Es oportuna en ese sentido la novela en el presente de ecos neoliberales?
-No lo sé. Aquella se sitúa en la extenuación de un paradigma y un espíritu de época que terminó de descomponerse dos años después. Hoy, y desde la pandemia, parece más bien haber comenzado algo, donde por ahora solo aparenta hacer sentido la ruindad y la paranoia.

Para leer El último moscovita
Sebastián Menegaz. Paradiso. 172 páginas. $ 20.000.