Luego de diagnosticar y analizar a una cultura musical fatalmente encallada en el pasado en Retromanía (2011), el destacado crítico británico Simon Reynolds (1963) retoma la senda con ánimo de secuela en Futuromanía, voluminoso conjunto de artículos que parece hallar en la segunda década del siglo 21 un luz de porvenir sonoro. Tendencias recientes como el dubstep, el footwork, la xenomanía, la expansión del ambient, la conceptrónica o el maximalismo son paradas dignas de atención para Reynolds, que hace especial foco en la tecnología de afinación del Auto-Tune que permeó la época y a la que le dedica un ensayo clave, en donde afirma que el mayor campo de experimentación de los últimos años fue el de la voz.
Sin embargo, Futuromanía es más que eso, ya que el libro emprende un rastreo sistemático de la noción de futuro en el rock desde los pioneros inicios de la electrónica, partiendo de la revolucionaria aparición de I Feel Love de Donna Summer, Giorgio Moroder y Pete Bellote en 1977 y su onda expansiva en infinitas direcciones. Finalmente, en su rango de artículos de casi cuatro décadas Futuromanía es un registro amplio y cohesivo del obrar de Reynolds, que atravesó los sismos digitales del periodismo sin perder curiosidad ni rigor.
¿Qué motivó el cambio de perspectiva, acaso (p)optimista, de Futuromanía? ¿Cómo leerlo en contraste con su predecesor? “Escribí Retromanía a fines de la década de 2000, cuando las tendencias retro estaban en un punto álgido: revivalismo, reediciones, festivales colmados de actos de homenaje y grupos antiguos que se reunían, conciertos en los que un grupo tocaba su álbum famoso en su secuencia original, museos y exposiciones dedicados a la música popular, la enorme explosión de internet desde YouTube hasta los blogs y el intercambio de archivos –dice por e-mail Reynolds, quien en 2017 pasó por la Feria del Libro de Córdoba para presentar Como un golpe de rayo, su trabajo sobre el glam.
“La convergencia masiva de estas tendencias contribuyó a crear un síndrome de atemporalidad en el que la historia de la música estaba a nuestro alcance como nunca: podíamos acceder a ella al instante y sin costo –sigue–. Sentía que esto abrumaba la creatividad de los músicos y me abrumaba a mí como consumidor, ¡como si me estuviera ahogando en el pasado! Retromanía está escrito a partir de esos sentimientos de asfixia y también de la sensación de que no había dirección en la música actual. Se había establecido un paisaje deprimente único, un enorme malestar musical”.
Y completa: “Lo que ocurrió en la década de 2010 fue que todo eso se mantuvo prominente en la cultura: había estrellas como Bruno Mars cuyo trabajo era un pastiche, estaba Random Access Memories de Daft Punk, entre muchos otros ejemplos. Pero esta tendencia empezó a ser menos dominante. Se produjeron novedades interesantes: el footwork, la tendencia digital maximalista de la que surgieron el hiperpop y artistas como SOPHIE. Y, sobre todo, la música trap y otros géneros en los que se hacían cosas increíbles con el Auto-Tune, donde ese efecto de voz era empujado al límite. En cierto modo sentí que había un resurgimiento del futurismo, o al menos de música que se percibía extremadamente contemporánea, moderna, de ‘¡ahora mismo!’. Y así continuó siendo hasta el presente: hay tendencias retro aún acentuadas en la música y en la cultura en general (las franquicias de filmes de superhéroes, los remakes para televisión) y ha habido desarrollos retro a partir de las nuevas dimensiones avaladas por la tecnología (las giras de hologramas, cosas hechas con IA). Pero también hay gente que está intentando cosas nuevas.
–¿Por qué creés que fue tan decisivo el Auto-Tune? ¿Cuál fue su alcance?
–Empecé a pensar en el Auto-Tune como una nueva frontera alrededor de 2015, cuando surgieron artistas como Future (me encantaba que se llamara así a sí mismo). Migos, Young Thug, Travis Scott y otros estaban llevando el Auto-Tune al límite. Y lo interesante no era solo la textura hiperdigital de la voz, sino que trabajaban en el estudio escuchando en los auriculares su voz ya alimentada por el Auto-Tune. Eso los animó a rapear de forma melodiosa, lo que dio lugar a un nuevo estilo a medio camino entre el rap y el canto. El rap no era solo rítmicamente cadencioso, sino que estos artistas empezaban a canturrear y a trinar y a emitir todo tipo de nuevos y extraños ruidos vocales. Además, el sonido iba acompañado de un nuevo tipo de subjetividad alucinada que se fusionaba con las drogas y que parecía hablar de los tiempos que estábamos viviendo. Otro aspecto radical era que, al estar tan afectada la voz, el rap tenía menos que ver con las palabras y más con las texturas y los ruidos no verbales, rasgo que Playboi Carti llevó al límite con su famosa “voz de bebé”, con la que gorjea, tiene hipo y va más allá del lenguaje comunicativo. Y también hubo una explosión de improvisación en el rap: el rapero principal estaba flanqueado o respaldado por rapeos secundarios que a menudo no tenían sentido o eran no verbales, sonidos extraños, gruñidos y gritos, efectos vocales, tics percusivos. Con grupos como Migos, el rap se volvió coral, una nueva forma de doo-wop hipersincopado. El hecho de que esta rareza se produjera en el mainstream me entusiasmó. Con el tiempo creo que la gente redescubrirá el trap realizado con Auto-Tune, será una de las cosas por las que recordaremos ese periodo con un sabor y vibración distintivos.
–Decís que el Auto-Tune obedece a una experimentación mayor con la voz.
–A nivel general parecía que en toda la cultura pop del siglo 21 las novedades se estaban produciendo en la voz y el procesamiento vocal más que en los ritmos (que es donde parecía tener lugar la innovación en los ‘90). Y esto se daba tanto en el pop dominante como en la electrónica no convencional. A veces algunos artistas se pasaban de la electrónica experimental al margen del pop, como James Blake, que hizo If The Car Beside You Moves Ahead, un tema increíble que es como R&B de vanguardia. No era sólo el Auto-Tune, había una tecnología llamada “Melodyne” que es incluso más ciencia-ficción, en el sentido de que puede diseccionar las voces y alterar su patrón rítmico, su entonación y fraseo, así como alterar su textura y tono. Hay una cosa llamada “Harmony Engine” que permite hacer coros con la voz y crear todo tipo de extrañas arquitecturas vocales, con texturas ligeramente diferentes en cada hilo. Hay todo un abanico de “ciencia vocal” que se está dando tanto en el mainstream como con artistas experimentales como Holly Herndon. Debo decir, sin embargo, que el hip hop comercial, que me había parecido tan emocionante a finales de la década de 2010, se ha aplanado un poco. Se volvió algo rancio, y he notado el retorno parcial de un estilo vocal más naturalista, menos procesado y más áspero, masculino, duro. Mientras que lo que más me intrigaba de Young Thug, Migos y Playboi Carti era que sonaban andróginos y angelicales, lo contrario a lo que decían las letras, que a menudo eran sexistas, presumían de sus coches y relojes caros, etcétera.
–En ese sentido, señalás un contrapunto entre el agobio que te causan los preceptos progresistas y de cuño académico de la conceptrónica y el placer que te generan estos raperos retrógrados. ¿Cómo ves esa paradoja?
–Hay un dicho en inglés que dice: “El diablo posee las mejores melodías”. La música más emocionante o dionisíaca suele estar del lado del caos, de la egolatría desenfrenada, de la temeridad, incluso de la violencia. Por el contrario, a la música progresista, virtuosa y dedicada al bien social a menudo le puede faltar algo: justamente esa energía vital y disruptiva. Estas polaridades no son exclusivas del panorama musical actual. Si nos remontamos a los años ‘50, existía el rock’n’roll, que era adolescente, irresponsable, todo gritos de alegría y chillidos de guitarras eléctricas sobrecargadas. Pero en aquella época, si eras joven y te interesaban las causas políticas y el progresismo, no escuchabas rock’n’roll porque lo considerabas basura comercial; escuchabas música folk. Canciones con mensaje, cantadas con voz seria y algo piadosa sobre instrumentos acústicos. Todo esto se dramatiza en la película de Bob Dylan Un completo desconocido. Es la misma polaridad que se da en el contraste entre el trap, que es disoluto, y la conceptrónica, que es didáctica. La demografía es incluso la misma: el movimiento folk estaba integrado en gran parte por estudiantes, mientras que la conceptrónica está formada por posgraduados y gente de escuelas de arte. La única diferencia es que a los conceptrónicos les interesa la tecnología y sus tendencias experimentales.
Islas de felicidad
–¿Cómo ves el fenómeno de la inteligencia artificial? ¿Traerá algún avance?
–No estoy seguro de si la IA llegará a producir un sonido pop que defina la década de 2020. Aún es pronto, sólo llevamos unos años con ella, y no creo que exista un sonido característico en el sentido de que oigas algo y digas: “¡Ah! Ese es el sonido de la IA”. Es un poco como el synthpop de los primeros tiempos, en el que el sintetizador imitaba instrumentos preexistentes: trompetas y cuerdas falsas. Pero después están los artistas que logran descubrir el potencial idiomático único de la nueva tecnología.
–De tus ensayos sobre bandas sonoras futuristas y literatura de ciencia-ficción, puede inferirse que no hubo una gran narrativa pop que imagine el futuro más allá de “Blade Runner” o el cyberpunk. ¿Qué explica este estancamiento y qué pensás de megalómanos futuristas como Elon Musk?
–Escribí esos textos alrededor de 2010 y desde entonces ha habido unas cuantas bandas sonoras de ciencia-ficción realmente imaginativas, en particular Under the Skin, la partitura de Mica Levi, que es realmente increíble y abstracta y rara. También ha habido un ligero resurgimiento de películas ambientadas en el futuro o que tienen que ver con el espacio exterior. Por lo general, el escenario es distópico (como en Los juegos del hambre) o catastrófico. En la mayoría de casos, las imágenes del futuro se ajustan al cliché: robots, todo estéril, brillantemente iluminado y de plástico. Estas imágenes ya están fijadas en nuestra idea del futuro. Elon Musk y otros multimillonarios de la tecnología parecen ser las últimas personas en la Tierra que tienen alguna ilusión infantil por el futuro, tal vez porque planean dirigir el espectáculo. Sus ideas son kitsch y pintorescas: ¡construir ciudades nuevas! ¡Misiones para instalar una base en Marte! El último vehículo de la familia Tesla es una idea bastante anticuada de lo que sería “el coche del futuro”, casi sacado de Robocop. Se parece más a un tanque que a un automóvil doméstico: planos siniestros de metal negro grisáceo, ángulos duros. También parece sacado de un videojuego, otra característica de este tipo de ideas anticuadas y cursis sobre el futurismo.
–“Futuromanía” registra una vida dedicada al oficio. ¿Qué evolución notás?
–Diría que en este momento me estoy alejando de lo didáctico y acercándome a lo que se ha dado en llamar el giro estético, en el que vuelvo a mostrarme escéptico como en mis comienzos ante la idea de la música popular como un vehículo para transmitir valores progresistas o algo que pueda cambiar el mundo. Me parece que si querés cambiar el mundo, intentar hacerlo a través de canciones o de la música es una forma bastante indirecta de hacerlo. Tal vez la subcultura o la escena funcionen como un refugio de las cosas malas de la política o de la sociedad, como una “isla de felicidad”. Es una forma de micropolítica o política local. Pero el peligro radica en que el pop político es una actividad de desplazamiento. Si querés cambiar el mundo, no hay nada mejor que implicarse políticamente, lo cual es un trabajo duro, poco glamoroso y a largo plazo, con luchas y compromisos y ninguna certeza de éxito. La música, en cambio, puede ser más instantánea, más “pura” y satisfactoria.

Futuromanía. Simon Reynolds. Caja Negra. 416 páginas. $ 32.000.