Cuando éramos chicos, mamá nos mantenía a salvo del invierno en la cocina a leña de la vieja casona de Cabana, donde nos leía a Rubén Darío. Ignoro si ahora lo estudian en el secundario, así que daré una reseña del autor para que madres y abuelas lo recuerden.
Darío era poeta, y aunque el romanticismo agonizaba, se atrevió a escribir: “Veréis en mis versos princesas, reyes, cosas imperiales, visiones de países lejanos o imposibles: ¡qué queréis!, yo detesto la vida y el tiempo en que me tocó nacer”.
Había nacido en 1867, en una aldea de Nicaragua; fue bautizado con un nombre muy largo que él redujo a Rubén Darío.
Su vida fue novelesca: sus padres se separaron y su madre huyó a Honduras con su amante y con el niño. El padre no hizo nada, pero un tío fue en su busca, lo llevó de regreso y lo crio con cariño.
Vivió su infancia en una ciudad de calles empedradas, curas fantasma y poesía, cosas que avivaron su imaginación. Dice en su autobiografía: “La casa era para mí temerosa por las noches. Anidaban las lechuzas en los aleros. Me contaban cuentos de ánimas en pena y aparecidos los dos únicos sirvientes: la Serapia y el indio Goyo. Vivía aún la madre de mi tía abuela, una anciana, toda blanca por los años y atacada de un temblor continuo”.
En su familia había políticos e intelectuales y el niño participaba en las tertulias. A los 3 años sabía leer y a los 10 encontró sus primeras lecturas: El Quijote, Las mil y una noches, la Biblia y una novela de terror. Ya escribía versos: el dolor de ser poeta está condensado en “Melancolía”:
Hermano, tú que tienes la luz, dame la mía.
Soy como un ciego. Voy sin rumbo y ando a tientas.
Voy bajo tempestades y tormentas,
Ciego de ensueño y loco de armonía.
Ese es mi mal. La poesía.
A los 12 años, compuso su primer soneto e integró un grupo de poetas, de periodistas y de literatos que admiraban al adolescente y lo invitaban a actos académicos. A los 13, publicaba en revistas literarias.
Muy joven conoció a una chica con la que mantendría una relación destructiva hasta el día de su muerte: se llamaba Rosario –le decían “La Garza Morena”– y nunca pudieron salvarlo de su influjo.
Con todo, su vida era una fiesta: viajaba de un país a otro, ganando premios y reconocimientos, escribía en los mejores diarios de América, entre ellos, La Nación, de Buenos Aires, donde conoció a un Lugones muy joven.
Fue amado y asediado por la bellísima poeta Delmira Agustini, a la que trató con paternal condescendencia, sin aprovecharse de su juventud, pero sin herir sus sentimientos. Fue en España donde conoció a su gran amor, un amor sereno y sencillo, el de Francisca Sánchez, una campesina simple, hermosa y analfabeta a la cual él enseñó a leer y escribir y la convirtió en su mujer: apartado de la conflictiva Rosario, Francisca lo acompañó por toda Europa.
Era romántico y apasionado y se confesó angustiado por la idea de la muerte, que sintetizó en uno de sus versos más famosos: “Lo fatal”:
Dichoso el árbol que es apenas sensitivo,
Y más la piedra dura, porque esa ya no siente,
Pues no hay dolor más grande que el dolor de ser vivo,
Ni mayor pesadumbre que la vida consciente...
Su vida privada era desenfrenada y vivió entre la pobreza y la riqueza. Le gustaba la buena ropa, comer y beber de más, y, cerca de su fin, se sintió dolido por las falsas amistades, la adulación y la rivalidad traicionera.
Dice una de sus biografías: “Desencantado de la gloria y de la infamia disfrazada, se vio a las puertas de la vejez temeroso de su salud, indiferente a la fama y necesitado de dinero”.
Regresó a Nicaragua después de que Rosario lo acosó a través de Europa. Por la relación enfermiza que mantenían, Darío no pudo casarse con Francisca Sánchez, pero, sintiéndose morir, declaró heredero al hijo que tuvo con ella.
Murió en la ciudad de su infancia, en febrero de 1916, dejándonos hermosos libros de poesía. Los preferidos de mi madre eran Cantos de vida y esperanza, Poemas de otoño y el Canto errante. Un anochecer de invierno, la oí leer:
Las hojas amarillas caen en la alameda
En donde vagan tantas parejas amorosas.
Y en la copa de otoño un vago vino queda
En que han de deshojarse, Primavera, tus rosas.
Y, desde entonces, amé el otoño.