Días atrás, se cumplieron cinco años de la medida que cambió drásticamente la vida de los argentinos. El aislamiento social preventivo y obligatorio por la pandemia del Covid-19 fue una lupa que amplificó males menores y que no tuvo ninguno de los resultados anticipados. Un lustro nos separa de un episodio que, a pesar de que nos incluía por igual, radicalizó nuestro individualismo.
La velocidad con la que un virus se convirtió en pandemia nos obligó a manejarnos casi por instinto y a convertir el aislamiento sanitario en un aislamiento ético y político: cualquier persona era un potencial agente de la muerte. Así, mientras algunos perdían la vida, sus trabajos y su salud mental, se gestaban consecuencias que revisten a nuestra época de un tono paradojal.
Conscientes de que hay problemas universales como fue la pandemia, conscientes de que no estamos solos en el mundo, no dejamos de pensarnos desde la más extrema individualidad. Hubo quienes veían arrebatada su inalienable libertad al no poder asistir a una fiesta o a la cancha. No importaba que el accionar individual afectara a muchos y hasta al mundo entero; pero sí importaba apelar al derecho del mundo entero para justificar lo individual.
Las partes
Con otros fines que no son los de analizar la pandemia, Susan Neiman en Izquierda no es woke (Debate, 2024) emplea dos conceptos que explican esa paradoja que heredamos: universalismo y tribalismo.
El universalismo es hijo de la Ilustración, de aquella concepción que invoca y defiende derechos y valores para toda la condición humana. Este concepto incluye como lema la solidaridad internacional, esa que sentimos que se despierta cuando nos enteramos de un terremoto en Turquía o de una inundación en Bahía Blanca.
Existe, según Neiman, un falso universalismo que ha despertado sentidas críticas a los ideales de la Ilustración. Erróneamente se entiende como universalismo la imposición y uniformidad, es decir, como hegemonía.
La postura crítica a este falso universalismo cae en un tribalismo, en la creencia de que los verdaderos compromisos se tienen solamente con los integrantes del mismo clan. Ese clan se define por una identidad que une, pero que también separa y aleja. En el peor de los escenarios, esa identidad se esencializa y produce una ruptura civil: hay distintos tipos de humanidad que nada tienen que ver entre sí.
El universalismo de la Ilustración bien entendido encuentra en pensadores de esa época las herramientas para criticar el eurocentrismo (Cándido, de Voltaire, por ejemplo), las leyes patriarcales (Diderot) y hasta el colonialismo que estaba tan de moda en el siglo XVIII (Kant). Este universalismo considera que la pluralidad es una mejora, un progreso, y no un accidente por eliminar.
El todo
Las consecuencias del aislamiento muestran que lo peor que nació de nosotros es ese tribalismo que entiende nuestra experiencia como única y, peor aún, la más desventajosa. Todos nos consideramos víctimas y reclamamos por igual reparación o, peor aún, venganza.
Lo mejor que podría haber hecho el aislamiento es devolvernos al universalismo que hace de nuestra condición de seres humanos el fundamento de nuestras acciones y demandas. En realidad, el universalismo fue asunto de unos pocos, como los profesionales de la salud que luego vieron desatendidos sus reclamos laborales por ser, irónicamente, demanda de un solo sector.
El aislamiento trasladó este tironeo entre tribalismo y universalismo a la política, perdiendo de vista que este último es fundamental para sostener las conquistas. La libertad propia parece más urgente e importante que la del resto del mundo, debido a esa ilusión del pensamiento que impide pensar que lo abstracto también existe.
Luego de cinco años de triunfo del tribalismo, es momento de moverse hacia un universalismo que custodie nuestras ideas de progreso, sin miedo a perder la singularidad.