A fines de 2017, surgió el movimiento MeToo para denunciar la agresión y el acoso sexual que infinidad de mujeres habían sufrido fundamentalmente en sus trabajos. La propuesta se internacionalizó y en muy poco tiempo (a) unos cuantos varones en posiciones de poder fueron acusados de haber abusado de mujeres y (b) muchos más varones fueron compelidos a confesar que 20, 30, 40 años atrás habían actuado de forma abusiva frente a una mujer.
Contra aquella ola, un puñado de mujeres francesas (actrices, escritoras, cantantes, cineastas, intelectuales) se animó a hacer público un documento que tomaba distancia: “La violación es un crimen. Pero el coqueteo insistente o torpe no es un crimen, ni la galantería es una agresión machista”, decía su primer párrafo. Para ellas, el MeToo podía tener un principio loable, pero lo había confundido todo al convertir a la mujer en “la-víctima-eterna” y pregonar un feminismo que parecía odiar a los hombres y a la sexualidad. La libertad sexual tiene dos caras, sostenían: ellos tienen la libertad de importunar y hasta de cargosear, nosotras tenemos la libertad de decir no; la coerción es otra cosa.
A pocos años de distancia, del manifiesto de las francesas –que fue inmediatamente adjetivado por los medios de comunicación de todo el mundo como “polémico”– nadie se acuerda. El MeToo ganó la batalla cultural, y lo hizo de tal modo que impuso una tesis tan problemática como cuestionable: los sujetos con nombre y apellido que fueron acusados entonces de usar sus posiciones de poder para abusar de mujeres no expresan conductas individuales sino sistémicas.
Contra esa tesis, la filósofa Nina Power escribió ¿Qué quieren los hombres? La masculinidad y sus críticos, publicado en Inglaterra en 2022 y de reciente edición en nuestro país. Desde su perspectiva, el MeToo sería el “mayor ataque a gran escala contra el poder masculino en la historia reciente” y lo único que ha conseguido es reducir el vínculo varón/mujer al esquema victimario/víctima o cazador/presa, lo que representaría un mayúsculo error porque infantiliza a unos y a otras por igual, en vez de asumir que no todos los varones adultos se comportan patológicamente, sino que, en su gran mayoría, como las mujeres, pueden actuar con responsabilidad y hacerse cargo de su deseo.
La sociedad pospatriarcal
Power nada contracorriente, claro. Ya no estamos en los tiempos “justicieros” del MeToo sino en los tiempos “revolucionarios” de la interseccionalidad: todo tiene que ver con todo, y quien no se embandera con el todo –que siempre es más que la suma de las partes– es un reaccionario que juega a favor de la conservación del sistema opresor. Un sistema que no está solo representado por el patriarcado, sino, simultáneamente, por el capitalismo, el neocolonialismo, el racismo, el especismo y varios ismos más.
Lejos de tamaño maximalismo, Power se identifica con la moderación, la razonabilidad y una lectura crítica y política de la realidad. Con ese marco puede, por ejemplo, impugnar que se ataque a la masculinidad con el asunto del patriarcado porque está a la vista que vivimos en una sociedad pospatriarcal: hoy los varones no son, por el mero hecho de serlo, los dueños de las mujeres; las mujeres deciden libremente qué hacer con sus vidas y se desarrollan en todas las áreas (sociales, económicas, políticas y culturales), y aquellos pocos países que siguen negándoles ese derecho tan básico son repudiados por la comunidad internacional. Y si algunos varones no lo entienden, es problema de ellos, no hay una cultura que los proteja como antaño.
En este sentido, Power podría haber usado el ensayo de Ivan Jablonka (Hombres justos. Del patriarcado a las nuevas masculinidades, 2020) para sostener su punto de vista: la “función-mujer” propia del patriarcado (“conjunto de usos sexuales, reproductivos y ancilares a los que las mujeres deben prestarse” para satisfacer a los varones) ha sido sustituida por la propuesta central e histórica del feminismo, la “mujer-sujeto” (“un individuo dotado de derechos inalienables, comunes a todos los seres humanos”).
Entonces, si vivimos en un medio sociocultural que legitima la praxis que se deriva de la “mujer-sujeto”, y que incluso ha aplicado ese principio a las minorías sexuales para que todos seamos igualmente sujetos de derecho, de lo que se trata es de establecer el modo más maduro de tramitar la tensión sexual latente entre dos personas. Porque, por un lado, la agresión y el abuso sexual no son comportamientos exclusivos de varones heterosexuales; y por el otro, nuestro medio es heterosocial, pues “los sexos están mezclados en casi todas partes en la vida cultural, cotidiana y económica”, de manera tal que resultará imposible abolir la súbita emergencia (e insistencia) del deseo sexual, lo que nos devuelve a la posibilidad de galantear, aun cuando lo hagamos torpemente.
Visto así, el libro de Power no representa tanto un aporte a la deconstrucción de la masculinidad históricamente asociada al patriarcado (el macho todopoderoso) ni al análisis de las variantes que han ido aflorando al amparo del feminismo (el varón sensible que reconoce su lado femenino) como un llamado de atención para todos los géneros sobre ese feminismo radical en auge que presupone como punto de partida de su tesis “la culpa masculina”: “Esto no equivale a sugerir que la gente –y en especial algunos hombres, en lo concerniente a distintos tipos de violencia– no cometan actos terribles (lo hacen), sino que un mundo donde se culpa a uno de los sexos por todos los males existentes es un mundo peligroso. Ello implica que hay víctimas puras y villanos puros, lo cual nunca es cierto, al menos en el caso de los adultos”.
- ¿Qué quieren los hombres? La masculinidad y sus críticos. De Nina Power. Adriana Hidalgo, 2024. 212 páginas. $ 18.900