Noé tenía más de 600 años, se había pasado unos 370 días a bordo del arca, con las famosas parejas de animales, su mujer, tres hijos y sus respectivas esposas. Cuando terminó el diluvio, lo primero que hizo fue plantar una viña. Tiempo después se agarró una curda de dimensiones bíblicas.
El milagro con el que Jesús inauguró su saga de prodigios fue convertir el agua en vino. Se supone que Dionisio lo venía haciendo desde mucho antes de la era cristiana. Inari es la diosa japonesa del sake. La egipcia Tenenet velaba por los nacimientos y por la cerveza. Muchas otras divinidades, como el travieso Baco, eran adeptas al trago y tenían fama de descontroladas, pero el bárbaro Odín es el único dios superior (el jefe del más allá, digamos) que se caracteriza por ser un borracho de aquellos. Con semejante ejemplo de virtud, un vikingo abstemio era lo más parecido a un anormal con tendencias criminales en la sociedad de su época.
Dioses y diosas, demonios menores, hombres ricos y pobres, esposas y mujeres de mala vida, jóvenes e incluso niños que ingieren alcohol en cantidades variables son los protagonistas de Una breve historia de la borrachera, libro del inglés Mark Forsyth que mezcla unas pintas de rigor y varios galones de buen humor para contar el vínculo de diversas civilizaciones con la bebida. Desde los aztecas a los rusos, pasando por los sumerios, los chinos, los habitantes de Medio Oriente, los vaqueros del lejano Oeste y los fundadores de Australia, país en cuya génesis se encuentra una disputa por el control del comercio de ron.
Vayamos de atrás para adelante. En el epílogo, Forsyth recuerda una escena de Rebelión en la granja, donde los animales se animan a la revuelta cuando ven al granjero borracho. En el final, los cerdos se dan a la bebida en una especie de rito de pasaje que los convierte en humanos. La misma idea (salimos del reino animal vía alcohol) está en La epopeya de Gilgamesh, escrita cuatro mil años antes. Enkidu vive en comunión con las bestias, hasta que una diosa le convida cerveza y los bichos entienden que se ha convertido en humano.
Forsyth entrega una conclusión de rango antropológico: “Cualquiera que sea el lugar y momento donde hayan existido humanos, estos se han reunido para embriagarse. El mundo experimentado en soledad y sobriedad no es, y jamás ha sido, suficiente”.
El capítulo dedicado a Rusia es antológico. En 1914, el zar Nicolás II prohibió la venta de alcohol. En 1918, él y toda su familia fueron ejecutados en un sótano. Ambos hechos se vinculan. Moraleja: con la bebida no se jode.
El zar debería haber sabido que en Rusia la borrachera es una obligación. Da testimonio de ello Stalin, quien sometía a sus ministros a dosis extremas de vodka. Pedro el Grande bebía como un ogro de cuentos, y se dice que el jefe de su policía secreta tenía un oso amaestrado que ofrecía copas llenas del destilado a cambio de no atacar a los convidados.
Un pequeño detalle que es como una invitación a leer entonado. Pasando la mitad del libro, los títulos de los capítulos se van inclinando, como si las letras se hubieran puesto a bailar por el efecto de un par de copas.
Mark Forsyth
Editorial Ariel
238 páginas
$ 599