La selección argentina sigue sorprendiendo. Después de ganar el Mundial de Qatar, el habitual decaimiento de los equipos que llegaron a lo máximo, en su caso, no se produjo. Después de la gesta asiática, volvió a ser campeón de la Copa América y por estos días lidera con autoridad las eliminatorias para el Mundial de Estados Unidos, Canadá y México.
El viernes a la noche consiguió un triunfo de esos que se valoran el doble. Lo hizo en Montevideo, en la casa de una selección que atemoriza por su misma presencia y por su actitud para defender su localía, y que terminó impotente y pálida ante la superioridad incuestionable de un adversario que, con igual postura, pero con más disciplina táctica y con un más que destacable manejo del balón, le hizo clavar las rodillas en el césped.
Bien se puede decir que Argentina jugó, desde el punto de vista del manejo de la pelota, uno de los mejores partidos en la era Scaloni. Ante un adversario que presionaba, y mucho, tal como lo hizo en su triunfo en la primera rueda en La Bombonera, defendió con todos sus jugadores, ocupó y achicó muy bien los espacios, le dejó muy poco margen de maniobra a su rival y de a poco fue respondiendo con contragolpes que, a medida que pasaba los minutos, se volvían más finos y coordinados.
El doble valor habla de la victoria en sí y del contundente compromiso de los jugadores con la camiseta. Acompañaron desde el esfuerzo el diseño del entrenador de no permitir que los laterales uruguayos fueran los caminos previos al gol. Así, la prepotencia física de Nahitán Nández por la derecha se fue diluyendo hasta quedar en la nada. Lo mismo pasó con Mathías Olivera, en el otro extremo. El joven entrenador de Pujato evitó contratiempos con una distribución de piezas que le permitió neutralizar la ofensiva adversaria y salir rápido y con buenos toques hacia el área de Sergio Rochet.
De a poco, y a medida que el contacto con el balón le calentaban los pies, Thiago Almada, Alexis Mac Allister y Enzo Fernández, más el respaldo unos metros más atrás de Leandro Paredes y la compañía siempre solidaria de Julián Álvarez, unos metros más adelante, ofrecieron de lo mejor que mostró desde que Scaloni dirige el equipo.
En el estadio Centenario, Argentina volvió a demostrar por qué es el campeón del mundo y por qué tiene vigencia plena. El golazo de Thiago Almada no es más que el mejor adorno para una estructura que se manifestó ordenada, responsable y sumamente sacrificada ante uno de sus clásicos rivales en Sudamérica.
Como si fuera poco, el significado de este logro aumenta porque se dio en un contexto preocupante por la falta de Lionel Messi, Lautaro Martínez y Rodrigo De Paul, entre otros jugadores importantes. Esa circunstancia podría acentuar la convicción de un director técnico que analiza la titularidad de sus jugadores a partir del pragmatismo. Y salvo Messi, que tendrá un trato preferente por lo que hizo por la selección y por sus genialidades, aunque cada vez más aisladas, la seguridad de jugar desde el comienzo en cada partido no la tiene nadie.
Ahora llega Brasil, otra fuerza de alto rango que venció a Colombia, pero que no logra convencer ni desde la estética ni desde el trabajo en conjunto. Sólo Vinicius y Rafinha sobresalen y son capaces de tapar con sus talentos la falta de consistencia de una formación que no muestra solidez, y que se resguarda precisamente en sus valores individuales más importantes para conseguir triunfos agónicos, cuando en otras épocas este tipo de compromisos le representaban nada más que un trámite.