A veces, el fútbol se parece a esas historias que nos contaban de chicos: las que empezaban hace mucho tiempo y que, de algún modo, todavía siguen escribiéndose. En Instituto, esas historias tienen raíces profundas. Tienen olor a pasto recién cortado en La Agustina, tienen los gritos de los viejos “profes”, los saludos de utileros que ya son leyenda, y tienen, sobre todo, pibes. Pibes con sueños nuevos y apellidos que ya son conocidos.
La semana pasada, la Gloria vivió una jornada inolvidable. Con bombos y platillos, presentó su renovada Ciudad Deportiva en el predio de barrio Jorge Newbery, que desde ahora ofrece instalaciones de primer nivel para el plantel profesional y también para las divisiones formativas, donde se entrenan diariamente cientos de chicos.
“La Agustina es la cantera del mundo”, repiten desde el club, con un orgullo justificado. No sólo por los nombres que llegaron a la Primera y volaron alto. También por los que están en camino. Porque si hay algo que no se agota en Instituto es el semillero.
Entre esos nuevos nombres que asoman desde las divisiones inferiores, hay varios que suenan familiares. Muy familiares. Se trata de los hijos –y nietos– de futbolistas y deportistas que dejaron su huella en Instituto o en otros clubes del país. Ellos son parte de una generación que carga con el apellido, pero que busca hacerse su propio nombre.
En la sexta división de AFA está Lautaro Sarría, hijo del recordado Claudio “Capé” Sarría. Juega de enganche, con el “10” en la espalda, como su padre. Ya acumula varios goles con la camiseta albirroja. Su papá debutó en 1994, jugó 221 partidos y marcó 72 goles. Luego, fue entrenador de inferiores y hasta dirigió a la primera en un interinato.
Junto con él, en esa misma división, se destaca Bautista Bujedo, nieto del “Gato”, exdefensor de Vélez e integrante de una camada histórica de la selección argentina. Bautista es un delantero potente, con buen juego aéreo y varios goles en su haber.

En la séptima aparece otro apellido pesado: Thiago Klimowicz, hijo de Diego “el Granadero”. Como era de esperarse, también es delantero. Y también hace goles. Es hermano de Mateo (ex-Instituto, ex-Stuttgart y hoy en Atlético San Luis de México), y primo de Luca y Matías, quienes se entrenan con el plantel de primera.

También en séptima se desempeña Ignacio González, hijo de Cristian “Yerbatero” González, exjugador de Rosario Central y de Talleres. Con apenas 16 años, Ignacio combina sus entrenamientos con los consejos de un padre que supo ganarse un lugar en el fútbol argentino.
En la Reserva, uno de los nombres que suena fuerte es el de Benjamín Olmedo, nieto de Miguel “la Gata” Olmedo, capitán del equipo de Instituto que jugó el Nacional de 1973. Un apellido que emociona a los hinchas de más de una generación.
Alejo Carrizo, en cuarta división, es otro que lleva el fútbol en la sangre. Es hijo de Sebastián Carrizo, exvolante de Talleres, de Tigre y de Independiente. Otro apellido con historia.
Por otra parte, el linaje de los Watson sigue presente en las categorías formativas. Aunque Franco, Nicolás y Benjamín ya no están en el club, sus hermanos menores sí: Bautista (13 años, volante central) y Thiago (12, delantero) representan la nueva camada de una familia con historia en La Agustina.

El fenómeno no es exclusivo del fútbol. También hay hijos de ídolos del básquet. Giuliano Lábaque, de 10 años, tiene como padre a Bruno, ícono de Atenas y simpatizante confeso de Instituto.
Cristóbal Campana, categoría 2016, es hijo del “Pichi” Campana, otro prócer de la pelota naranja con muchos años incluso en la selección argentina.
Y la lista sigue: en la categoría 2012, juega Teo Lázaro, sobrino de Ezequiel y primo de Jeremías, extremo que ya brilla en Primera.
Así, La Agustina sigue haciendo lo que mejor sabe hacer: formar. Formar futbolistas. Formar personas. Y, también, honrar los apellidos que le dieron historia.
Porque en Instituto los sueños se construyen. Y el futuro ya se asoma en el horizonte. Tal vez por eso, en ese predio tan querido, todavía se escucha el eco de una frase que bien podría haber dicho el entrañable Santos Turza, incansable detector de talentos: “El fútbol no se explica. Se vive. Se enseña. Y también se hereda”.