Qué bueno fue irse a dormir para quienes el viernes a la noche tuvieron los ojos puestos en Victoria y vieron una catarata de toques, de hermosos goles, de emociones, de bellas jugadas, de una inocultable esencia deportiva, que parecía implícitamente tener presente un dogma no muy contemplado en este juego, y que es hacer de un partido de fútbol un gran espectáculo.
Talleres y Tigre lo hicieron. Pero, sobre todo, Talleres. Lo lograron sin puntos ni comas, a todo ritmo, a puro vértigo, sin lagunas ni tropiezos, con alguna aislada aspereza, con una dinámica acorde a estos tiempos, pero con ciertas expresiones estéticas que rara vez se ven, y en mucha cantidad, en un campo de juego.
Porque así fue. Una, dos, tres, cuatro veces Gonzalo Marinelli, el arquero de Tigre, le puso el cuerpo y el alma a cada remate franco, limpio de un jugador de Talleres, como así también tuvo que mirar como le temblaba el travesaño después de un remate de Diego Valoyes, o escuchar el contacto entre el hierro y el cuero después que Valentín Depietri hiciera pegar el balón en un poste.
A esa altura del trance, en los últimos minutos, el partido tenía música de sinfonía y era a la vez una moneda al aire, que en su girar mostraba a Colidio a un paso de empatar el partido 2 a 2, o a cualquier jugador albiazul en condiciones de bajar elegantemente el telón a lo que estaba siendo un gran acontecimiento. Nahuel Bustos fue el encargado de esa tarea, el que le puso fin a dos jugadas que a los hinchas más veteranos transportó a aquellos pases de magia que otros futbolistas del club de barrio Jardín gestaban con llamativa frecuencia hace ya más de 40 años.
Talleres, al ganarle a Tigre, más allá de seguir moviendo la estantería en las partes altas de la Liga Profesional, ha provocado lo que no sabe si volverá a lograrlo, pero que rara vez ocurre en estos tiempos de menos habilidad y mayor esfuerzo. A su equipo, más allá de simpatías y colores de camiseta, se lo valora, se lo elogia, se lo reconoce y hasta, tras algunos toques consecutivos pletóricos de fineza y precisión, se lo admira.
Eso fue lo que ocurrió en su última y resonante victoria. Mostró conexiones infrecuentes entre sus jugadores, gestó jugadas para verlas una, dos, diez y muchas veces más; jugó limpio, sin malas artes, y hasta con ingenuidad, volcando en el césped todos los detalles de los que se valen quienes aman el fútbol, para seguir amándolo, pero con más alegría y pasión.
¿Qué puede suceder de ahora en más? Talleres, además de la cada vez más acentuada aceptación de sus virtudes, sigue sumando puntos para terminar en el podio del torneo y para acercarse a la clasificación a las Copas internacionales del año próximo.
¿Podrá seguir con este nivel de juego? Si lo mantiene, tal vez alguna insospechada debacle de River Plate le ofrezca alguna esperanza. Para seguir con esa ilusión, además de juntar a Diego Valoyes, Michael Santos, Ramón Sosa, Rodrigo Garro y Nahuel Bustos y ponerlos en la misma frecuencia, como sucedió en la noche bonaerense, debe entrenar en doble turno para responder defensivamente con eficacia en las pelotas aéreas, su gran Talón de Aquiles, la causa por la que en un segundo, y con un chasquido de dedos, un rival, con un simple cabezazo o tras un rebote, puede igualar y tirar por tierra la variada y rica gama de recursos que los albiazules están exponiendo en estas últimas fechas.
