Ca7riel y Paco Amoroso se despiden, ovacionados, entre musculosos en sleep y fuegos artificiales, desde el mismo escenario donde rato después Alanis Morissette cantará su hit Ironic. Al mismo tiempo, no lejos de allí, cientos de pequeños de todas de las edades hacen palestra, juegan y bailan con las canciones de Solcito.
Entre ambos espacios, chicas y chicos con anteojos de sol se agolpan en pequeños invernaderos de colores (las “casitas” auspiciadas por Citröen) para moverse al ritmo de la electrónica; y otros tantos hacen lo propio en un largo túnel de ambiente inmersivo. No son pocos los que recorren el espacio sustentable, ni los que se sacan selfies con al rubí con crema gigante creado por la artista Cynthia Cohen de fondo.
No importa cual banda o solista (del centenar y medio que incluye la grilla del festival) esté tocando en alguno de los cinco escenarios, las colas en los impactantes stands de las marcas auspiciantes siempre son eternas: hay maquillaje, pecas brillantes y tatuajes temporales en el túnel serpenteante de Natura; personalización de anteojos en el de Coca-Cola, juegos y premios para el que atraviesa los cepillos verticales de Dr.Lemon y contenido único para las redes de aquel que se pierde en la caja de zapatillas luminosas de Fila; sólo por mencionar algunos.

El festival Lollapalooza acaba de redondear una década en Argentina con su fórmula aceitada a la perfección: es un verdadero parque de diversiones intergeneracional en el que la música es el factor convocante pero lejos está de ser el único atractivo. Y constituye además una eficaz plataforma de branding para grandes marcas, capaces de realizar la inversión millonaria (y en extremo confidencial) que demanda como llave de ingreso.
En esta década en el país, la fórmula iniciada hace más de 30 años en Estados Unidos por Perry Farrell evolucionó hasta instalarse como una experiencia tan elástica que guarda atractivo para todas las generaciones, de los pequeños alfa –nacidos desde 2010, 100% con pantallas– hasta los baby boomers que peinan canas. Lo mismo pasa de manera transversal gracias a la diversidad que respira su line up, capaz de aunar el pop global de Shawn Mendes, con el metal progresivo de Tool y el cuarteto de La K’onga casi a la misma hora.

Esa apertura es un gran habilitante de su masividad pero no la explica completamente. Entre las 100 mil personas que pasan cada uno de los tres días por el predio de 150 hectáreas del Hipódromo de San Isidro hay fans de uno, algunos o muchos de los artistas que tocan por el festival, pero también hay personas atraídas por la poderosa marca del evento. Gente para la que el Lollapalooza se les instaló en la checklist bajo esa categoría del “lugar donde hay que estar”. Y hay que documentar, profusamente, en redes sociales.

Otro driver fuerte sobre la taquilla es tema de sociólogos: todo está diseñado para potenciar la capacidad de la música de convertirse en un lenguaje común que facilite el diálogo entre generaciones. “Un ritual que permite que los mayores introduzcan a los jóvenes en bandas icónicas y, a la vez, que las nuevas propuestas influyan en el gusto de los más veteranos. Un padre que escucha rock puede conectar con su hijo que prefiere el indie o el hip-hop, al encontrar artistas que fusionan estilos, lo que abre la posibilidad de abrir un diálogo y entendimiento entre ambos. No sólo van a entretenerse; el espacio y las horas compartidas suelen generar un encuentro en el cual se resignifican modos de intercambio intergeneracional”, reflexiona sobre el Lolla el sociólogo Martín Wainstein citado por Infobae.
Con inteligencia, la producción del festival (en argentina a cargo de DF Entertainment y C3 Presents) fue perfeccionando todas las condiciones necesarias para favorecer la asistencia en familia, como la entrada libre para menores de 10 años hasta la propuesta del Kidzapaaloza, un festival dentro del festival.

Otro andamiaje importante en su maquinaria fue la mejora constante en la gama y calidad de servicios provistos en el festival (acceso, gastronomía, sistema de pagos sin efectivo, seguridad, etcétera), cimientos clave en la construcción de toda “experiencia” deseable para el público.
En ese sentido, el Lollapalooza se volvió referencia en el camino que fueron transitando los festivales musicales año a año en la última década.
Por ejemplo, nuestro Cosquín Rock, el más “federal” del país como le gusta decir a Andrés Ciro Martínez. A medida que se masificó y profesionalizó, y claro en sintonía con nuevos modos de consumir la música, fue desterrando de escena la cultura del “aguante” (shows a cualquier hora, servicios asimilables a la tortura, etc.) para adoptar el modelo customer-centric tan en boga: el cliente en el medio y todo al servicio de darle una experiencia perfecta. Un territorio que así pasó de hostil a deseable para que las grandes marcas hicieran su ingreso, ganaran protagonismo e insuflaran aún más escala al negocio.
¿Cuál de ellas que pueda costear la inversión millonaria no va a querer estar allí donde parejas, grupos de amigos y familias enteras construyen recuerdos eternos al rito de la música? En Argentina, la maquinaria del Lollapalooza parece haber integrado del modo más orgánico este interés de las marcas con el disfrute del público, ávido por visitar los espectaculares stands –sobre todo cuando el sol cae– que monta cada uno de ellas.

“Un estudio que realizamos junto a Gentedemente reveló que la música, la cultura y el arte están entre las expresiones que más destacan las personas a la hora de mejorar su sensación de bienestar, así como también los cosméticos y los productos de cuidado personal. Allí hay un lazo natural; como también existe entre el maquillaje y la música, ya que ambos son vehículos para que las personas expresen su identidad”, analiza Lucila Barttolozi, gerenta de Marketing de Natura Argentina, a la hora de explicar por qué la marca fue este año sponsor del Lollapalooza por cuarto consecutivo.
Más de 40 mil personas pasaron por su stand en 2024. En esta edición, esperan superar ese flujo que acude buscando ser maquillado por profesionales con productos de la línea sin género Faces. Se trata de una de las grandes inversiones anuales de la compañía, involucra a una centena de personas y rinde en branding y ventas pre y post festival. Se convirtió, además, en una vidriera clave en la exitosa estrategia de awareness (conocimiento masivo) con la que Natura acompañó la evolución de su modelo desde una marca exclusiva de venta a través de consultoras a una compañía de consumo masivo con múltiples canales además de ese: e-commerce, tienda oficial en Mercado Libre y locales físicos.

Para Natura, el Lollapalooza resulta atractivo por la diversidad de su grilla y su público y su masividad; pero también por la vocación sustentable y la importancia que los asistentes le prestan a la estética y el look. “Empiezo varios meses antes a prepararme para el Lolla. Navego Pinterest y armo tableros con looks que me gustan. Los uso de inspiración junto a los artistas que vendré a ver cada noche. Luego, con prendas que compro y otras que ya tengo, armo mi outfit para cada día”, detalla una joven de vestido largo, botas y mechones de pelo en tonos de azul al notero que realiza “coolhunting” en el hipódromo para un canal digital.
Como ella, miles y miles de personas de todas las edades acreditan horas pasadas frente al espejo antes entrar al predio. La ropa, el maquillaje y el peinado funcionan como vehículos de expresión y para canalizar el entusiasmo que genera asistir a la fiesta.
“Para nosotros el Lollapalooza también es una palanca fuerte de las ventas del primer trimestre del año. Se trata del evento más grande del que participamos en el país”, coincide Pilar Rodríguez Testa, gerenta de Marca Budweiser Argentina. La cerveza, única bebida alcohólica en el Lollapalooza desde hace cinco años, monta allí un Beer Garden donde mayores de 18 pueden consumirla y participar de juegos y activaciones.

Convoca a más de 70 mil personas en tres días; e incluye un vip con música y vistas a los escenarios que reúne a famosos, influencers y amigos de la marca.