Hasta ahora, la experiencia más cinematográfica vista en Berlín sucede afuera de las salas. El asfalto cubierto de nieve y las plazas de la ciudad pintadas de blanco tienen la hermosura que el cine puede prodigar a sus fieles amantes.
El glamour de la inauguración, al lado de ese fenómeno atmosférico glorioso, solo profundiza la banalidad del espectáculo. Irrelevantes son el vestido de Tilda Swinton (a quien se le dio un premio honorífico), la simpatía de Todd Haynes (presidente del jurado) o la elegancia de la gran estrella cinematográfica Nina Hoss, entre tantos otros que pasaron por la alfombra roja del Palacio de Festival.
No menos irrelevante fue la película de apertura, La luz (Das Licht), un relato caleidoscópico de más de 160 minutos en el que se intenta decir algo sobre el estado del mundo a través de las peripecias existenciales de los cuatro miembros de una familia alemana de clase media disfuncional.
Gustos de hombre rico con cámara
Gracias a un misterioso artefacto esférico que emite una luz desde el centro en dirección al rostro de quien esté sentado al frente, quienes pasan por una terapia pueden dar una vuelta de página. Funciona tanto para los vivos como para los muertos, y es una hermosa mujer siria, que sobrevivió a la reciente guerra civil en su país, quien instruye a los pacientes para que puedan curar sus heridas. Los pacientes en cuestión son el matrimonio ya aludido y sus hijos.
En la película de Tom Tykwer la mezcolanza biempensante incluye la situación de los inmigrantes sirios, el fin de los grandes proyectos, la juventud catatónica de Europa, los viejos soñadores de la contracultura devenidos en publicistas y la desorientación generalizada de la sociedad en su conjunto. Hay subtramas insólitas, como la construcción de un teatro en Nairobi, una historia de amor de adolescentes que prefieren el mundo virtual y una tímida y casi fallida persecución policial en la que dos potenciales amantes escapan con sus bicicletas.

Tykwer se da todos los gustos de hombre rico con cámara en mano y veleidades político-artístico-filosóficas. En La luz incluye cinco recreos musicales que plasman el deseo y la esencia de los personajes. Como si faltara algo, hay una secuencia animada en la que un hijo que la protagonista tuvo con otro hombre canta Bohemian Rhapsody de Queen. Ese tema vuelve una y otra vez, y en el epílogo ayuda a atenuar una situación vergonzosa, pero no la vergüenza (aparentemente, solo ajena) que suscita el filme.
En Argentina, a Tykwer se lo recuerda más por Corre, Lola, corre que por su thriller Agente internacional. En La luz la conjetura metafísica y pop de la primera y el espíritu político de la segunda se repiten, lo que no quiere decir que el cineasta haya adquirido mayor lucidez y rigor después de tantos años. La desorientación de la película es total y se puede constatar en los últimos minutos, instancia en la que se conjuga el destino funesto de los inmigrantes que mueren en los barcos de camino a Europa con una difusa fe en el más allá cuya representación abreva en un desdeñado imaginario trascendental sin virtud alguna, ni siquiera estética.
La respuesta es de una mágica chatura, porque lo que se despliega arbitrariamente no es otra cosa que una ingenua concepción metafísica en la que todo puede empezar de nuevo y ante una mutación de la conciencia el cosmos vuelve a acomodarse a favor de los benevolentes. ¿Por qué, para qué filmar todo esto?
Terapia y antropología
La sanación también domina en el drama familiar y erótico titulado Hot Milk, ópera prima de la guionista de Ida, Rebecca Lenkiewicz, que no pudo evitar lanzarse a filmar. El intento de la debutante consiste en indagar el asfixiante vínculo de una madre con su hija. La última asiste a la primera por sus parálisis; su vida está abocada únicamente a cuidar a su madre.
Toda la historia se circunscribe a la estadía en una zona marítima de Almería, España, porque ahí atiende un terapeuta francés, cuyos métodos resultan sospechosos, más allá del prestigio que lo rodea y el dinero que pide a cambio por sus servicios. Todo cambia durante un día de playa, cuando la “eterna estudiante de Antropología”, como la describe su madre, conoce a otra mujer un poco mayor y se enamora.
Si el ridículo acecha en la grandilocuente película de Tykwer, en la de Lenkiewicz fagocita cada secuencia en la que se pretende sorpresa, transgresión, clarividencia. El desordenado y arbitrario guion no se beneficia ni siquiera del montaje, como tampoco el despropósito es neutralizado por sus cuatro intérpretes principales: Emma Mackey, Fiona Shaw, Vicky Krieps, Vincent Pérez. El disparate involuntario es permanente, a tal punto que se podría llegar a concebir que lo que aparece en pantalla es en verdad una comedia disfrazada de drama.
La otra película ya estrenada en competencia proviene de China, se llama Viviendo la tierra (Sheng xi zhi di) y está dirigida por Huo Meng. La tercera película del cineasta es un retrato meticuloso de la vida en una aldea china a principios de la década de 1990, etapa inicial de la transformación económica y social que define la actualidad de ese país. El punto de vista elegido es el de un niño de 10 años cuyos padres han decidido trasladarse a Shenzhen para trabajar mientras él queda bajo la tutela de su abuela.

La observación de un ritual mortuorio que abarca los primeros 40 minutos, la relación del niño con su abuela, que es siempre un contrapunto de la atención que se les dispensa a todos los habitantes de la aldea, y un plano final que también empieza con el fin de otro entierro permiten no solamente reconocer el rigor formal del cineasta -cuya predilección por el plano secuencia es ostensible- sino también el esmero por dejar una imagen antropológica de una época.
Es tan sencillo darse cuenta cuando un cineasta ha trabajado sobre sus materiales y sabe lo que quiere. El cine es un régimen de luz al servicio del conocimiento del mundo y de nosotros en él. Huo reestablece en varias secuencias ese privilegio, que es epistemológico y, más aún, es ético.