Sigue el desfile de películas anodinas en la 75ª edición de la Berlinale, que se entenderá hasta el domingo 23 de febrero. La insignificancia se pavonea título tras título. Ejemplos: en una película china de 120 minutos tres secuencias sobre el rodaje de una película en la película no alcanzan a remontar el lenguaje televisivo y la retórica perezosa de su construcción narrativa.
En Chicas en la cuerda floja (Xiang fei de nv hai), las niñas que son primas, pero se sienten hermanas, se reencuentran después de no verse por unos cinco años. La adicción y las deudas económicas de la más chica las reúne. Vivian Qu dirige, pero que lleve un apellido no le confiere personalidad alguna a una película desgarbada en su progreso narrativo y asfixiada por flashbacks publicitarios que detiene algún que otro momento de comicidad y fluidez plástica en las imágenes.
El público local reía con los chistes de Lo que Mariella sabe (Was Marielle weiß) como si estuviesen proyectando una de Lubitsch. En verdad, la premisa podría ser la de una comedia de Quentin Dupieux, quien puede introducir un elemento fantástico al servicio de la crítica de las costumbres en clave de cine de género. En la película de Frédéric Hambalek una cachetada de una compañera de escuela a la adolescente Mariella le confiere el poder de escuchar todo lo que dicen sus padres en cualquier momento del día y a cualquier distancia que estén. Las consecuencias de un fenómeno semejante son previsibles.
De esa irregularidad perceptiva, se predica un dilema moral: ¿todo lo que se piensa de algo y alguien debe ser dicho a la persona a la que le hablamos? ¿Hay que decir siempre la verdad? Era una película ideal para indagar sobre la función social de la hipocresía, pero el señor Hambalek prefiere, cueste lo que cueste, postular la transparencia de la conciencia como un axioma de lo que se debe, lo que implica darle legitimidad a la crueldad. Y de esto se ríe el público, lo cual da qué pensar: funcionamos como cuasi autómatas amorales con valores, anhelos e ideas de pasmosa chatura (de acá a pasarse la vida tuiteando estupideces grotescamente irrelevantes o dañinas solo hay un paso). Para matizar la rispidez de las confesiones impiadosas se restituye el peor de los moralismos. El sexo, como siempre, es el tema, también la competencia desleal.
Por todo esto, frente a todo lo visto, lo que sucede en los 113 minutos con Rose Byrne es el contrapeso que hacía falta en la Berlinale. La conocida comediante está prácticamente en la totalidad de los planos de Si tuviera piernas te daría una patada (If I Had Legs I’d Kick You), y en su mayoría son primerísimos planos de su cara u otras partes de su cuerpo. Es una elección dramática y es pertinente.
En la segunda película de Mary Bronstein, la extraordinaria actriz interpreta a una terapeuta que no solo tiene que lidiar con pacientes fronterizos que glosan la psicopatología de la vida cotidiana en Estados Unidos, sino que además tiene que cuidar a su propia hija que padece una enfermedad gravísima mientras su marido trabaja en un barco y rara vez puede estar en casa.
Dos hilos conductores para un filme inquietante
Bronstein propone dos hilos conductores, uno traumático y el otro neurótico. El primero tiene que ver con los trastornos posparto que afectan la matriz psíquica del personaje; el segundo consiste en observar la locura en sí que determina la vida cotidiana. En lo microscópico ebulle la enajenación de una forma de vida.
A la hija se la escucha, pero permanece en fuera de campo, y de ese modo la cámara casi se transforma en una extensión epidérmica flotante alrededor del personaje. El hastío, la voluntad, la impaciencia, el amor se vuelven visibles debido a la expresividad absoluta de la actriz. Las arrugas, los orificios de la nariz, el cuello, los ojos parecen responder a la señal del cerebro de Byrne, como si fuera capaz de intervenir en cada región minúscula de su físico. Es prodigioso.
A pesar de que el exceso en el interior del relato fagocita el ser de la película, Si tuviera piernas te daría una patada compendia la muda desesperación de miles de personas para quienes el infierno no es un concepto teológico, sino una evidencia de todas las semanas. Se vive en un sistema económico y social que arrincona a cualquier persona a sentir que existir es indeseable.
Sería escandaloso que a Byrne no se le dé el premio a su interpretación. También es una pena que no haya una distinción en la premiación para los secundarios: Conan O’Brien, como el terapeuta de la protagonista, resplandece tanto como ella. Juntos devuelven algo de esperanza a una competencia que puede cambiar de mañana en adelante, con las películas de Iván Fund, Radu Jude, Richard Linklater y Hong Sangsoo.
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