Hoy se vota en Alemania. La ultraderecha avanza, pero en ese país (y en Austria) no tiene el mismo peso simbólico que en otras geografías. No falta mucho para que se cumplan cien años del triunfo de Hitler en Alemania.
Entonces, cuando en la ceremonia de premiación de la 75ª edición de la Berlinale Radu Jude subió a recibir el premio al mejor guion por Kontinental ‘25, el lúcido cineasta rumano se refirió primero a Luis Buñuel para evocar la tradición inconformista del cine y cerró su agradecimiento con una broma. “Mañana (por hoy) hay elecciones, espero que el año que viene el festival no tenga que abrir con El triunfo de la voluntad”, disparó el realizador.
Poco y nada revela Drømmer (Sueños), la ganadora del Oso de Oro del noruego Dag Johan Haugerud, acerca de los desórdenes sociales y políticos de nuestro tiempo y la costosa desorientación que impide analizar el presente con la clarividencia requerida. Ninguna película tiene necesariamente que responder a semejante exigencia, pero en las 19 de la competencia poco se dice abiertamente de los aspectos cruciales de la época que nos toca vivir, exceptuando la película de Jude y el documental Marca de tiempo, de la ucraniana Kateryna Gornostai.
La receptora del máximo premio de la Berlinale refleja nítidamente el bienestar material de su país y la moderada zozobra de la vida espiritual de sus habitantes.
Su lenguaje cinematográfico apenas está por encima del de un telefilme correcto; se constata, apenas, cierto esmero en el trabajo del guion sobre el vocabulario.
La adolescente que se enamora de una profesora interina escribirá un libro sobre ese primer amor, más imaginario que real, más literario que carnal. El drama de la protagonista se ciñe a los dolores del corazón.
La sociedad en la que vive dista de ser perfecta, pero tanto en Drømmer, como en las otras dos películas de la trilogía de Haugerud, se retrata la vida de personas que no deben preocuparse por la subsistencia. La insatisfacción sexual, el desentendimiento con quien se comparte una vida, la desolación que se agrava con los años son los temas predilectos. El humanismo, un poco frígido y gélido, de sus películas es su virtud principal y su límite evidente.
El premio principal a la película de Haugerud resulta notoriamente excesivo; en su realización no hay ninguna urgencia, ninguna incomodidad.
Hubiera sido más comprensible destacar la calidad literaria de la película dándole el reconocimiento por su guion, y, en tal caso, el film de Jude, Kontinental ‘25, tomaría el lugar y se llevaría el premio máximo.
Las ideas de Jude de puesta en escena y la pertinencia universal de su trama bastaban para que un segundo Oso de Oro para el cineasta fuera visto como justo. El presidente del jurado, el magnífico cineasta estadounidense Todd Haynes, debe haber sentido familiar la pequeña historia de amor de Drømmer, más allá de que las películas del noruego son un remedo de las suyas.
Los latinoamericanos en la Berlinale
De los siete premios que otorgó el jurado, los otros dos de mayor relevancia fueron para películas latinoamericanas que están entre sí en las antípodas. A O Último Azul, de Gabriel Mascaro, se le concedió el Gran Premio del Jurado por una película que ostenta la dosis perfecta de exotismo para que pase inadvertida su visión política, si no reaccionaria, al menos demasiado equívoca, de la distopía que pone en escena. ¿En qué tiempo histórico transcurre la advertencia didáctica con la que señala burlonamente un Estado sobreprotector que supuestamente limita la libertad de sus abuelos y abuelas?
Mascaro imagina un mundo en que el Estado brasileño administra sospechosamente el bienestar de sus jubilados y aboga entonces por la libertad de su protagonista. ¿Por qué filma esto Mascaro? El contexto reciente y actual de Brasil exige más rigor sociológico, o simplemente más valentía ideológica.
La alegoría es una coartada. También lo es la prepotencia fotográfica con la que se saca provecho de la Amazonia. La protagonista, muy carismática, puede hechizar fácilmente. Pero los efectos de seducción son ineficientes para mitigar los pasajes ridículos de la trama, las rudimentarias resoluciones formales y narrativas y las interpretaciones desparejas, que no son pocas. El jurado, sin embargo, se vio seducido y vio satisfecha su ansia de pintoresquismo, sin interrogarse mucho más.
El Premio del Jurado fue para El mensaje, la única película argentina en la Berlinale. Pródiga en ideas cinematográficas, el interés de Iván Fund por indagar la experiencia de la infancia alcanza acá su mayor esplendor. En esta ocasión, la protagonista de 11 años tiene un misteriosos don: puede hablar con animales, incluso con los que no están en el mundo. La niña viaja por distintos rincones del país acompañada por dos adultos que la cuidan y organizan los pormenores económicos de su servicio de telepatía natural. A Fund no se le escapan las potenciales sospechas acerca de una actividad como la descripta, pero la película responde a esas inquietudes a través de la ternura de los vínculos y la necesidad de los clientes de hallar un alivio ante el sufrimiento de un animal o la tristeza que se siente cuando han perdido su compañía.
El mundo que El mensaje escenifica puede ser leído a las apuradas como uno regido por una metafísica en consonancia con el oscurantismo de la época; pero una lectura así sólo denotaría pereza intelectual y mala voluntad. Lo cierto es que la película de Fund está sentida y concebida desde una experiencia de la infancia, en un estadio en que la imaginación puede percibir el deseo de un carpincho por comunicar su pena o un gato los dilemas de su vida cotidiana. El encantamiento del mundo tiene un tiempo en la conciencia, el tiempo de la infancia. Eso ha retratado el sutil cineasta de Crespo.
El mensaje fue la mayor apuesta del nuevo equipo de dirección de la Berlinale. Fue el gran acierto de esta edición, que deja más incógnitas que certezas. Es el primer año en la dirección artística a cargo de Tricia Tuttle. El 2026 se podrá comprender a fondo qué cine defiende el festival. Si hay más películas como las de Jude y Fund, habrá esperanza para un cine sensible, elaborado e inconformista.
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