Llovió durante toda la mañana en la Costa Azul. Hasta que llegó a la alfombra roja el cineasta iraní más importante en actividad, Jafar Panahi. Con él llegaron el sol y su luz de primavera.
Con él volvió la luz del cine. La pantalla inmensa del Teatro Lumière exhibió Un simple accidente. Demostró que hacer cine consiste en pensar la puesta en escena y no engatusar a la audiencia con imágenes de impacto y otros malabares de cineastas sin ideas.
Siempre fue igual. Un cineasta con una idea es suficiente para hacer una gran película. Por eso, Panahi, que no está preso como siempre y por eso está en Cannes, no se irá del festival sin un reconocimiento.
Todo empieza en un automóvil. En el vehículo viajan un hombre, su esposa embarazada y su hija. Un accidente menor (o no tanto, por el peso simbólico que tiene: atropella a un perro) detiene el curso del viaje en un taller.
Un hombre del taller reconoce en la voz del cliente a un monstruo de la policía secreta iraní.
El padre de familia ha torturado, asesinado y vejado a muchas personas. El impulso lleva a la víctima a raptar al genocida con el propósito de asesinarlo.
Cuando está por enterrarlo vivo quiere cerciorarse de que sea él y no otro a quien está por quitarle la vida. Lo que sucede de ahí en más es admirable.
Se suman primero otras víctimas. Se precipitan situaciones insólitas y cómicas. Las víctimas son puestas a prueba en su humanidad. El cineasta también. La lucidez se impone.
Panahi puede hacer lo que quiera. Como todo cineasta iraní emplea el fuera de campo con solvencia, construye diálogos que tienen la naturalidad de una conversación cotidiana y la precisión de un silogismo maquillado de habla coloquial, como si fueran los diálogos platónicos.
La inteligencia es cabal, y razonar es un placer de la propia inteligencia. Además, es un triunfo de la razón que una película desestime la venganza. Un simple accidente es una de las mejores películas de la competencia.
La otra cara de Cannes 2025
En las antípodas, en la línea del cine de alto impacto que tan bien representa la cineasta francesa Julia Ducournau, ganadora de la Palma de Oro en 2021 con Titane, estrenó en competencia Alpha, una fantasía distópica que transcurre entre 1980 y 1990. Un virus sin nombre convierte la piel en piedra.
No se contagia por prácticas sexuales como se creía en esas décadas que lo hacía el VIH, aunque sí se transmite por la sangre. Ese es el contexto.
En él, una médica y su hija sobreviven. La madre no solo tiene que cuidar de enfermos en el hospital. También tiene que velar por su hermano que es adicto a la heroína.
Las situaciones límites se apilan. Las resoluciones también.
Ducournau prefiere erigir un relato en bloques de situaciones de alta intensidad, unidos por una sensación y un clima que enlazan las escenas.
Todo es hiperbólico, todo está diseñado para impactar sobre la sensibilidad y provocar emociones viscerales.
Vida y muerte las 24 horas, explotación simbólica de los vínculos más directos; es la retórica de una generación de cineastas, una que Cannes ha vindicado en los últimos 20 años.
Excepto que exista un dios del cine que profese el sadismo, solo por la intervención de una deidad de esa índole, Alpha podrá darle una nueva satisfacción a la cineasta francesa.
Si sucediera algo así, habría que retomar la cantinela del fin del cine.