Ante todo, una aclaración: no la leí. Soy consciente de la importancia y del impacto histórico de Cien años de soledad, de Gabriel García Márquez, pero por esas cosas de la vida –otros libros que aparecen en el momento justo, por ejemplo– todavía no me enfrenté a sus páginas.
Por eso, quizá, no me emocionó especialmente la noticia del estreno de una serie de Netflix basada en la monumental novela del escritor colombiano. Ahora bien, cuando mi compañera me invitó a verla, no dudé ni un segundo. Ella también se sorprendió de mi falta de lectura previa y lo dudó, pero luego de mi reconfirmación avanzamos directo al play. Y vaya que fue una buena decisión.
Desde sus primeros instantes, la serie dirigida por el argentino Alex García López (disponible en más de 190 países gracias a la plataforma de streaming) resulta muy diferente a la gran mayoría de las adaptaciones literarias que llegan a la gran pantalla o a las plataformas.
La complejidad del texto original de García Márquez y su reticencia a no convertir su novela en imágenes distinguibles podrían haber sido un obstáculo insoslayable, pero en este caso las limitaciones funcionaron también como pautas claras. Con la familia del escritor supervisando cada detalle, el hecho de que la producción se hiciera íntegramente en Colombia y con actores locales fue una exigencia de base y un acierto evidente.
Por supuesto, el prisma cambia si lo miramos más de cerca. Para los compatriotas de García Márquez, para quienes Cien años de soledad es un equivalente de nuestro Martín Fierro, hay objeciones que tienen que ver con las elecciones del elenco (acentos, colores de piel), con los escenarios y hasta con algunos personajes que, luego de décadas de imaginación, quedaron asociados a una cara que quizás no era la esperada.
Como en el caso de Granizo, serie filmada en Córdoba, pero carente de cualquier tipo de sentimiento local, el diálogo entre el sabor local y las necesidades del entretenimiento global pueden ser muchas veces incongruente, contrapuestas. En esta oportunidad no obstante, la sensación que dejan la primera temporada de Cien años de soledad –será dividida en dos de ocho episodios cada una– no tiene nada que ver con la película protagonizada por Guillermo Francella.
El poder de nombrar el mundo
Para quienes no conocíamos demasiado de la familia Buendía y de las siete generaciones que forman parte del relato de García Márquez, la historia comienza con un gancho irresistible. “Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo”, anuncia el narrador mientras la impresionante mirada del actor Claudio Cataño (el Aureliano adulto) nos congela de tensión.
A partir de allí, a manera de recorrido de un linaje familiar enrevesado y no siempre entendible de buenas a primeras, volvemos al origen de todo. José Arcadio Buendía y Úrsula Iguarán, su boda, la maldición que los perseguirá y los hará huir en busca de un lugar nuevo, la travesía inconclusa hasta el mar, entre sierras y ciénagas interminables, y los primeros momentos de una tierra prometida a construir desde cero. De ahí en más, los diferentes recovecos de una historia en la que la cuota siempre presente del llamado realismo mágico está ahí para decirnos que nada es del todo imposible.
Por supuesto, nada sería posible si el guion desoyera aquello que define al libro y su magia. La prosa de García Márquez, presente aquí, allá y en todas partes, es un capital que reparte dividendos en cada nueva aparición de una frase, una palabra o un adjetivo que se conecta directamente a las páginas de la novela publicada en 1967. Si hasta ese mismo universo lingüístico es el que permite descubrir a Macondo, ese paraje que comienza siendo un rancherío y crece hasta convertirse en una verdadera ciudad. Todo “a la orilla de un río de aguas diáfanas que se precipitaban por un lecho de piedras pulidas, blancas y enormes como huevos prehistóricos”.
En efecto, si se presta atención a los términos elegidos para pintar la aldea más allá de las imágenes superproducidas, es inevitable sentir el encanto que generan ciertas formas de decir. También algunos calificativos improbables –y por eso especialmente atinados– o la propia capacidad poética de una pluma que no necesitó de cámara alguna para filmar una película sólo a base de palabras.
Efectivamente, Cien años de soledad, la serie, no hace más que presentarle al lector distraído –como yo– una nueva posibilidad para encontrarse con una de las mayores instituciones de la literatura latinoamericana. Habrá que ver qué sucede luego de que la adaptación complete su segunda y última temporada, pero está claro que las sensaciones iniciales son más que positivas.
En mi caso, al menos, puedo confirmarlo con una propuesta concreta: cuando termine la serie, tendré listo el libro para empezar a desandar una aventura que, al parecer, está por encima de cualquier formato.