Detrás del éxito de “La Casa Guinnes” en Netflix, hay una historia posta, anclada en la realidad, que convirtió un apellido cervecero en sinónimo de poder y filantropía.
Todo arrancó en 1759 con Arthur Guinness, quien fundó la célebre cervecería en Dublín. Pero el verdadero crack que internacionalizó la marca fue su nieto, Sir Benjamin Lee Guinness, quien no solo triplicó las ventas de la empresa que había heredado; también se metió de lleno en la política, siendo elegido alcalde de Dublín en 1851 y más tarde ocupando un escaño en la Cámara de los Comunes.
Además, dejó un legado cultural impresionante, como la restauración de la Catedral de San Patricio.
¿Qué pasó con Guinness en la vida real?
Cuando el patriarca murió, se armó una fuerte interna familia: el futuro del emporio quedó en manos de sus cuatro herederos, abriendo una nueva etapa de éxitos y, claro, muchas desavenencias.
La rivalidad empresarial se centró en los hermanos varones. Por un lado, estaba Arthur Guinness, el primogénito, que creció entre la aristocracia de Eton. Su vida era puro lujo: adquirió la gran finca Ashford (hoy un hotelazo de lujo) y hasta inspiró referencias en el famoso libro Ulises de James Joyce.

Sin embargo, el que se quedó con la corona fue Edward Guinness. Edward fue el visionario: le compró a Arthur sus acciones, llevó la empresa a la Bolsa de Londres en 1886 y se mantuvo como presidente. Bajo su mando, el negocio explotó al punto de ser considerado el hombre más rico de Irlanda. El otro hermano, Benjamin, fue más discreto y la serie lo presenta como la “oveja negra”.
Y no olvidemos a la única hija, Anne Plunket Guinness, quien se dedicó a la filantropía, dejando su huella en la restauración de la catedral de San Patricio.
Aunque la serie de Netflix le pone un poco de condimentos a la historia para generar tensión narrativa, la base de historia es real: el contraste entre el lujo, el conflicto familiar y la historicidad que cimentó el apellido más allá de la cerveza.