A fines de marzo había rumores de que una película cordobesa podía entrar a la Quincena de los Realizadores en Cannes. El título remitía a una oración de una vieja canción melódica de José Luis Perales; sus directores tenían en su haber un reconocido cortometraje llamado Mi última aventura.
La expectativa que despertaba el primer largometraje de Ramiro Sonzini y Ezequiel Salinas no era menor. Pero unos pocos días antes de los anuncios en abril, llegó la carta de rechazo desde el sur de Francia (de las últimas enviadas por el comité de selección, lo que significa haber sido considerada hasta el último minuto). Los cineastas están acostumbrados a estas situaciones adversas y saben que se debe aguardar.
Pasaron unos meses, no hubo buenas noticias de Locarno, tampoco de San Sebastián. Los signos de esperanza llegaron a mediados de julio. Primero confirmó el Festival Internacional de Cine de Valdivia de Chile, luego se sumó DocLisboa de Portugal y un poco más tarde el prestigioso Seminci de España, que se celebra en Valladolid. Todo pasaba en un mes. Octubre de 2025 será indeleble en la historia personal de los dos cineastas.
Lo mismo puede decirse para el cine que se realiza en la provincia. Nunca había pasado que una película cordobesa recibiera un reconocimiento semejante. Algo parecido, pero menos contundente y consecutivo, había ocurrido con las dos últimas películas de María Aparicio (Sobre las nubes, Las cosas indefinidas) y la ópera prima de Natalia Garayalde, Esquirlas.
En los festivales citados, la película de Sonzini y Salinas ganó premios centrales, fenómeno poco frecuente. En Portugal, obtuvo el premio más destacado de la competencia internacional; en Valladolid, se le adjudicó un premio a la mejor dirección y otro a la interpretación del actor, el notable Octavio Bertone.
En Chile, se la distinguió con el segundo premio, la película que el jurado elige como fundamental después de la ganadora. No es frecuente que en tres semanas seguidas pasen cosas así.
Existe un razonamiento infundado por el cual se intenta evitar reconocer a películas que ya tienen en su haber premios recientes, como si el acto de repetir fuera injusto frente a otras que todavía no han sido debidamente destacadas. Ese silogismo que intenta distribuir la gloria de los artistas no consiguió disuadir a los responsables de juzgar en los tres casos mencionados la importancia cinematográfica de la película de Sonzini y Salinas.

En cada ocasión, no faltó la palabra de agradecimiento de los cineastas, como también la mención a lo que viene sucediendo con el cine argentino desde diciembre de 2023. La propia película sintetiza en su último plano una posición frente al aniquilamiento de la cultura. Es un plano que vencerá el tiempo y simbolizará una época signada por la necedad y el desprecio: todos los personajes defienden un cine en vías de extinción. Existe un límite, dicen que no.
La noche está marchándose ya se hizo por deseo, se hizo porque frente a lo inadmisible no se puede sucumbir y bajar la cabeza. El deseo es una condición del espíritu que desconoce la retórica de los vencidos.
La película de Sonzini y Salinas ni siquiera debe considerársela de resistencia, un sustantivo exangüe ante el orden de cosas. Los cineastas combaten desde el deseo y el placer de hacer cine. Es la mejor cara de la cinefilia, aquella que busca las equivalencias entre hacer cine y vivir, porque La noche está marchándose no se desvía ni un segundo de ese binomio vitalista, como si a los dos jóvenes cineastas los guiara una desmedida convicción: solamente se puede creer en el mundo si se cree en el cine. Extraña creencia, hermosa proposición.
La historia de “La noche está marchándose”
Cualquier persona que vive en Córdoba y a la que le gusta el cine conoce el Cineclub Municipal Hugo del Carril y sabe de la Asociación de Amigos que lo sostiene. Como sucedía en La vida útil, la extraordinaria película de Federico Veiroj que imaginaba el cierre de la Cinemateca Uruguaya, Sonzini y Salinas conjeturan desde la ficción el desmantelamiento paulatino de la mítica sala de la ciudad de Córdoba, el hogar del cine audaz y libre.
El preludio es el de siempre: reducción de personal. El mantra del ajuste, como todo cántico religioso, se repite tanto que después parece ser una necesidad, revelar una verdad. El punto de partida del relato: la institución no puede darse el lujo de pagar dos sueldos destinados para las proyecciones. En efecto, uno de los proyectoristas tendrá que dimitir. El administrativo que informa sobre el tema le adelanta una solución poco convincente: quien deje de pasar las películas podrá cuidar el cine en la noche.
Quien deviene sereno se apoda Pela. Curiosa coincidencia: el actor que le da alma al personaje es uno de los dos proyectoristas reales de la institución. Pero su personaje no es él, como tampoco lo es en sí el cineclub. Por cierto, el trabajo de Bertone es consagratorio: no solamente transmite el desamparo económico y el amor por el cine a través de la palabra; la mirada, la posición del cuerpo y unos pocos pero precisos gestos llegan incluso más lejos en su eficacia que el verbo. Sin embargo, el Pela no está solo.
La noche está marchándose ya es una película que retiene una idea cada vez menos nítida en la conciencia: se es con otros, se comparte algo común que conjura el cálculo mezquino de quien milita la supervivencia de los más fuertes.
Lo más hermoso de la película de Sonzini y Salinas radica en la plasmación lúdica de una experiencia comunitaria. Y en ese retrato la tradición cinematográfica no tiene nada que ver con un escape de la realidad. A esta película se la ha reconocido tanto por un motivo justo: el cine nos puede hacer mejores, también menos ignorantes y, sobre todo, menos egoístas.
Basta ver el asombro del Pela ante un pasaje de Nobleza obliga de Leo McCarey, citada con maestría en la película, donde comprende en una escena la decencia de una comunidad y cuán virtuoso puede ser vivir una vida en la que los otros importan.

























