Siete años después de Las hijas del fuego (2018), aquel manifiesto lésbico-político de Albertina Carri sobre un rodaje porno en ruta a la Patagonia, la directora ensaya la secuela a contrapelo en ¡Caigan las rosas blancas!
Aunque repiten varias de sus actrices (Carolina Amalino, Rocío Zuviría, Maru Marcet, Mijal Katzowickz), el filme empieza por la negativa a gestar una versión comercial de la entrega previa: Violeta (Amalino) se queja de que no hay suficientes plantas en el set de rodaje, en donde sus compañeras cuelgan de arneses artificiosos y se alcanza a ver a la propia Carri, hasta que la joven pega el portazo y se recluye en su departamento a esperar la visita de su novia (Marcet).
Sesión de bondage culinario mediante, se suma a la reunión otra de las chicas (Zuviría) y surge el vago plan de filmar una película alternativa en un viaje al litoral. Hacia allí, y en camioneta, parten entonces las cuatro protagonistas, contrariando la dirección anterior al sur y sustituyendo las escenas explícitas por cierto repliegue.
En efecto, por más situaciones y lugares que se suceden en su trayecto ¡Caigan las rosas blancas! no responde tanto al nomadismo expansivo de la road movie como a un refugio móvil, al desplazamiento de una hermandad encapsulada (“viajar es una forma de atravesar el miedo”, se dice por ahí).
El naturalismo se funde con el fantástico en el periplo, en el que se alternan una insospechada pareja de mecánicas (Laura Paredes y Valeria Correa), una casa vacía de tintes terroríficos, una parada lujosa en San Pablo, Brasil, donde a Violeta le ofrecen filmar un documental para plataformas sobre el urbanismo aporofóbico, y una mujer vampiro (Luisa Gasava) que lleva a las cineastas a una iniciática costa paradisíaca.
Ahí ella da un discurso poshumanista con referencias a la conquista colonial, el páramo mercantil que le siguió y el reinado de las plantas que se anuncia entre ruinas, y dice que a pesar de sus años eternos vividos algo “se mueve”, evolución mínima que la película evoca en su traslado aquietado.
Más que cine dentro del cine, ¡Caigan las rosas blancas! es cine después del cine, un arte de libido menguante que no busca la transgresión sino la reabsorción, el retorno contrautópico a una inacción vegetal. “No hay película”, “basta de películas”, dice este grupo de millenials crecidas que ya disfrutaron de su verano del amor y constatan melancólicas cómo se acaban sus baterías, yacen semidesnudas en una instalación botánica, contemplan una y otra vez unos planos del mar, abandonan sus teléfonos.
Las mejores imágenes son acaso las más crudas, un registro en Super-8 de las calles paulistas en las que se percibe el letargo pospandemia, la resaca permanente de carteles, aviones, carreros, vidrieras, basurales. “O inventamos o erramos”, advierte la cita del filósofo venezolano Simón Rodríguez con que empieza el filme, y que paradójicamente Carri invierte o subvierte al decidir errar en vez de inventar, aunque esa errancia claudicante es la que permite que algo remotamente nuevo se asome.
Para ir a ver ¡Caigan las rosas blancas!
Argentina, Brasil, España, 2025. Guion: Carolina Alamino, Albertina Carri y Agustín Godoy. Dirección: Albertina Carri. Con: Mijal Katzowicz, Rocío Zuviría y Carolina Alamino. Duración: 122 minutos. En Espacio Incaa/Cine Arte Córdoba (27 de abril 275), este jueves y viernes, a las 19. Entrada general: $ 3 mil. Estudiantes y jubilados: $ 1.500.