“Hola, amiguitos, bienvenidos a mi canal”. Esa frase, pronunciada por una vocecita infantil, fue hasta hace muy poco tiempo un latiguillo de terror para mí. Representaba a mi pequeña hija viendo a algún youtuber, por lo general centroamericano, haciendo algo a lo que yo no terminaba de encontrarle el gusto, pero que mi niña disfrutaba ver en loop, por horas.
Después llegaron los shorts y TikTok, y fue como si hubieran encendido las turbinas de la ansiedad y la intolerancia ante aquello que requería un mínimo de paciencia en ella.
Los años pasaron y llegó el momento de comprarle su primer celular, empujados nosotros como padres por la situación. En la escuela, una vez que la seño envió algo circunstancialmente por WhatsApp, nos enteramos de que solo ella y otra compañera más no tenían teléfono.
Con el aparato ya en casa, hubo que descargar también Family Link y tratar de tener algo de control sobre qué iba a ver, y cuánto tiempo podía usar el dispositivo.
Decidimos setearle un límite que nos parecía muy alto: tres horas diarias en todo concepto (cuenta el uso de WhatsApp, redes y plataformas de video), pensando que era más que suficiente. Pues no, no lo era.
Actualmente, los fines de semana, suele venir a rogarme por una extensión de esas (para mí) mucho más que suficientes tres horas diarias de telefonito.
Tengo que decirle que no. El problema, el drama de fondo, es que muchas veces, cuando se lo niego, soy yo el que también tiene el celular en la mano.
En ese “tire y afloje” desgastante y que angustia, vamos.
¡Ah! Si a quien lee esto le parece una bestialidad habilitarle tres horas de teléfono por día a una preadolescente de 12 años, le recomiendo que no vea en su propio teléfono cuantas horas pasa viendo su pantalla. Apuesto fuerte a que el número lo va a dejar boquiabierto.