Trágica para muchos, la pandemia significó para otros la posibilidad de un refugio creativo sin interferencias del mundo exterior. El reconocido artista sudafricano William Kentridge unió en ese sentido arte con banalidad cotidiana de manera genial en Autorretrato como una cafetera, una de las series del año que llegó a la plataforma MUBI y donde el clásico utensilio de cocina se revela coartada de un revolucionado mundo interior.
Alejada del bombardeo genérico al que acostumbra el streaming, la serie de nueve episodios gestada durante dos años sigue esa excéntrica y didáctica tradición televisiva que va de Modos de ver de John Berger a Pintando con John de John Lurie, aunque Kentridge da un paso más allá y hace del audiovisual artístico una obra en sí, un ambicioso montaje en donde el proceso de reflexión y composición plástica es a la vez el producto final.
El formato le viene como anillo al dedo al artista, cuyo trabajo se caracteriza no solo por la expansión del dibujo a los más diversos medios (teatro, música, escultura, animación) sino también por poner el foco en esa instancia indócil en que el trazo se hace y se rehace, se fija y se borra subvirtiendo y desmenuzando su dinámica de realización.
Autorretrato como una cafetera juega desde la edición con esos y otros trucos visuales, con el desparpajo libre y dadaísta de un Kentridge que se mueve literalmente a sus anchas por el estudio repleto de objetos, recortes y obras en preparación abstraído de la catástrofe mundial que ocurre afuera.
“Día 185 de COVID en Johannesburgo”, dice en un momento el artista y pasa a nombrar las estadísticas de casos y fallecidos de las noticias, aunque rápidamente se desvía hacia los años que cumple su nieta y otras cifras anecdóticas. “Me hipnotizan los números”, dice. Ajeno a cualquier lógica discursiva previsible, Kentridge habla como dibuja, y por eso sus divagaciones atropelladas son una superposición más del gran collage que nutren su obra y la serie, colmada de hallazgos, interrupciones y devaneos.
Doble de riesgo
A Kentridge lo acompaña un doble suyo con el que se pone a conversar y a discutir, al que a veces se les suma un alter ego extra para añadir a la cómica confusión. Los trabajos que concibe en el taller giran en torno a figuras como caballos, ratas, rinocerontes, sombras, paisajes y sobre todo al árbol, espejo de las ramificaciones entroncadas que obsesionan al artista. De noche algunos aparatejos del lugar se mueven e interactúan solos como en un filme primitivo y surrealista en blanco y negro (entre Méliès y David Lynch), y cada tanto aparecen músicos o bailarines que se acoplan con sus actuaciones en vivo al ensamblaje.
La ambición máxima y conmovedora de Kentridge es reinventar el mundo en su estudio, pero asimismo gestar un streaming utópico para un espectador único, no subestimado: “Haz que el algoritmo se muera de hambre”, sentencia.
Queda así claro que detrás de la formal fachada de camisa blanca y pantalón negro del sexagenario Kentridge se esconde un iconoclasta incorregible, un clown extraviado en su talento solipsista. El ímpetu experimental, entrópico del artista (él lo llama la “procrastinación productiva”) llega a tal punto que los episodios no fueron guionados sino armados sobre la marcha, en base a disparadores universales de pizarrón como el destino, la mortalidad, el optimismo, el mito, el retrato, el cuerpo humano o el colonialismo. Esos ejes argumentales pueden comprobarse en cada episodio, así como las derivas inesperadas que fueron suscitando.
“La serie comenzó a hacerse en el primer mes del confinamiento”, evoca Kentridge en el sitio Design Boom. Y sigue: “Yo tenía una lejana idea para una serie de películas dedicadas al taller pero nunca había tenido el tiempo suficiente para llevarla a cabo. Cuando se anunció la primera cuarentena en marzo de 2020 y me hallé solo en el estudio pensé que ese era el momento apropiado para poner manos a la obra. Había un asistente que estaba en la burbuja de aislamiento con nosotros y que me ayudó. Él hizo el trabajo de cámara, de sonido, todo. Y yo trabajaba por mi cuenta en el taller. Si tenía que discutir algo, lo discutía conmigo mismo. Y este método, que comenzó siendo un elemento de la serie, se acabó convirtiendo en la forma dominante: mi propia voz dialogando conmigo”.
Aunque Autorretrato como una cafetera surja de un tanteo aleatorio y desenfadado, promueve a la vez una búsqueda de autodescubrimiento que le hace honor al título: “No tengo una respuesta específica sobre lo que quiero que la gente tome de la serie. Supongo que se entienda la apertura del taller, la estupidez del estudio, las acciones idiotas que uno realiza allí sin saber lo que estas significan, pero que están impulsadas por la confianza de que harán emerger algún sentido. Y que en última instancia te mostrarán quién sos, aun si solo estás dibujando una cafetera o un florero. Finalmente ese dibujo, la acción, la naturaleza del gesto, es también una descripción del yo, o sea un autorretrato”, cierra Kentridge.
Para ver “Autorretrato como una cafetera”
Los nueve episodios de Autorretrato como una cafetera están disponibles en la plataforma Mubi.