El juego de los festivales lleva a hablar con el lenguaje del mercado y el deporte. En Cannes, todo se orienta al sábado que viene, al momento en que Juliette Binoche, quien preside un jurado ejemplar (con Reygadas, Hong y Kapadia, tres cineastas clave del cine contemporáneo, entre otros) decidirán el máximo premio del festival: la famosa y deseada Palma de Oro.
Algún día, en un mundo atravesado por otro espíritu, esta frivolidad con ganadores y perdedores dejará de existir. ¿De qué modo se hablaría de cine? ¿Cuál sería la palabra distintiva de un festival de cine si no fuera el sustantivo “competencia” el elegido para nombrar su sección central?
Sin aliento
Quentin Tarantino no tiene ninguna película en Cannes 2025. ¿Quién sabe si llegará a filmar la número diez de su carrera? Pero desde el día uno se ha hecho sentir. Había dado un espectáculo en la apertura y unos días más tarde estaba cerca de Richard Linklater cuando terminó la función de la hermosa Nouvelle Vague. Lo felicitó al concluir su homenaje a Jean-Luc Godard. Fue auténtico en su alegría.
Que un cineasta estadounidense haya filmado una época de gloria de la cinefilia francesa no pasa desapercibido a los nacidos en París. Alguna vez, a un genio de Chile se le ocurrió filmar el último libro de la novela de todas las novelas, En busca del tiempo perdido. A Raúl Ruiz tal vez se lo perdonaron porque ya estaba en Francia y parecía uno de ellos. Algo similar pasó con Edgardo Cozarinsky y su película sobre los cincuenta años de existencia de Cahiers du Cinéma. La amabilidad y la modestia de Linklater deben haber atenuado las sospechas y los celos. El contundente amor por el cine que palpita de principio a fin en Nouvelle Vague es un argumento notable.

En el verano de 1959, Godard filma su primer largometraje. Era el último de los críticos de cine que habían cambiado la forma de pensar y escribir sobre el llamado séptimo arte que no había hecho aún su primera película. Sabía que tenía que hacerlo cuanto antes. Lo que pasó en 1951, y sobre todo en esos diez primeros años de la revista, fue parecido a lo que sucedió en Grecia cuando nació la filosofía. Hubo un modo de preguntarse sobre el cine que no existía hasta ese momento, y por eso se escribió y se hizo cine de otro modo.
La película de Linklater se ciñe a los veinte días de rodaje de Sin aliento. Algunas escenas transcurren en los días previos o en los días posteriores. Linklater tuvo una idea genial. Buscó intérpretes que se parecieran a aquellos cinéfilos legendarios. Están casi todos: Truffaut, Rohmer, Chabrol, Varda, Resnais, incluso Rossellini, Bresson y Melville. En la primera aparición de cualquiera de esos grandes, el nombre se inscribe en el plano. La coincidencia y el parecido tienen algo de comicidad y encantamiento. Es también una técnica de conjurar: así se puede desacralizar el retrato de época y proponer una lectura lúdica de ese momento que cambió la historia del cine.
Quien interpreta a Godard es Guillaume Marbeck. El actor parece poseído por la versión joven de aquel. Se parece mucho, pero más importante que igualarse en su semblante, su virtud reside en saber expresar con todo su ser el deseo de Godard por filmar una película inventando otras reglas de rodaje y montaje, y asimismo en haber conseguido trabajar sobre una caracterización donde reluce la determinación y la amabilidad.
El Belmondo de Aubry Dullin y la Jean Seberg de Zoey Deutch acompañan sin desentonar. Como dice un personaje: “La cámara los ama”. Eso es válido para lo que sucede en la historia en sí, pero también para la película de Linklater.
Extraña virtud la del director. Ha hecho una película sobre el cineasta más intelectual de la modernidad sin hacer de ella un objeto para entendidos y eruditos. Lo que no significa que la inteligencia de Godard no se inmiscuya en la trama; sus aforismos e ideas fluyen con los diálogos, como si fueran pensados en la espontaneidad de un día cualquiera. Notable.
La joya brasilera
De todo lo visto hasta el día de hoy, la gran candidata junto con la de Richard Linklater es la cuarta ficción del cineasta de Pernambuco, Kleber Mendonça Filho. O Agente Secreto transcurre en 1977. El punto de partida es el regreso de un científico a su ciudad natal, Recife. Vuelve para el carnaval y al llegar lo recibe una mujer que ha preparado una vivienda especial. El personaje se llama Marcelo, pero también Armando; la identidad es un peligro. El porqué del cambio de identidad no se esclarece del todo, pero es evidente que algo ha sucedido en el pasado que lo compromete políticamente.
El mundo de O Agente Secreto es un universo de apariencias y sospechas, y el modo como el cineasta brasileño erige el relato es complejizándolo con detalles y curiosidades que vuelve todo acertadamente confuso. Es el viejo procedimiento del film noir. Por ejemplo, hay una subtrama intermitente de una pierna asesina, hallada primero en las fauces de un tiburón que luego obtiene autonomía y se vuelve una amenaza. Es una alucinación en el interior de una película cuya alucinación es la propia realidad sociopolítica de la última dictadura brasileña. Las dictaduras son un delirio.
Pasa de todo en O Agente Secreto. Hay citas de películas, escenas de sexo, tiros y muertos y conversaciones inolvidables entre personas que viven con otra identidad. Pero la sustancia misma del relato no es otra cosa que la vergonzosa acción de las élites latinoamericanas cuando sus negocios se ven amenazados por el desarrollo social y la expansión de la mentalidad democrática de una nación: enfervorizadas por horadar la relación entre conocimiento y prosperidad, se ponen como objetivo el desmantelamiento de la investigación científica, de la industria nacional y de las instituciones democráticas, esto es, de las bases materiales de la libertad. Una pasión que persiste.