En los últimos años, el incremento de discursos de odio en la esfera pública se volvió un fenómeno preocupante. La lucha por justicia e igualdad por parte de diferentes movimientos sociales generaron respuestas agresivas y discriminatorias que amenazan el ejercicio de los derechos humanos.
El problema empeora cuando estos discursos son legitimados desde el poder, reforzando asimetrías en la forma en que se juzgan y sancionan ciertas expresiones.
Casos como el de Donald Trump (o el mismo Javier Milei) son ejemplos en este sentido. Sus retóricas políticas consolidaron una base de seguidores que se sienten representados en su rechazo a lo “políticamente correcto” y a la diversidad. El aval a expresiones racistas, xenófobas, homófobas e intolerantes no es casualidad: responde a una estrategia política que busca explotar el resentimiento de ciertos sectores de la población. Pero Trump (o Milei) no es el único actor relevante en este panorama.
Recientemente, Kanye West fue protagonista de una polémica similar que dejó en evidencia las contradicciones y las desigualdades en la forma en que se tratan estos temas públicamente.
Hace unos días, West, una figura de enorme influencia en la industria musical y mediática, hizo uso de sus redes sociales para difundir discursos antisemitas y ultraconservadores. Incluso llegó a comercializar remeras con esvásticas, un símbolo históricamente asociado al nazismo y condenado en la mayoría de los países democráticos. Si bien la web a través de la que comercializaba la remera cerró su tienda, no hubo mayores trascendidos. Será que su cercanía con Trump y otros actores poderosos le brindaron una especie de impunidad que contrasta con la severidad con la que se castigan otros casos.

Uno de los ejemplos más claros de esta asimetría es el de Karla Sofía Gascón, actriz trans y protagonista de la película Emilia Pérez. Hace semanas, salieron a la luz antiguos tuits de Gascón en los cuales realizaba declaraciones consideradas “políticamente incorrectas”, lo que desató una ola de críticas en redes sociales.
A pesar de que la actriz se disculpó públicamente por lo que escribió entre 2019 y 2024 sobre el islam, George Floyd y la diversidad en los Oscar, la repercusión fue tal que, además de poner en riesgo su carrera, alteró la campaña de la película para el premio máximo de la Academia.
La cancelación fue tan fuerte que Netflix no solo decidió dejar de hablar directamente con la actriz, sino que también le retiró el apoyo económico para la campaña de premios. A diferencia de West o de Trump (quienes jamás se disculparon por sus dichos), Gascón no contaba con un respaldo estructural que la protegiera del repudio masivo.
¿Por qué esta diferencia en el tratamiento de los casos? Por un lado, Gascón pertenece a un colectivo históricamente marginado y castigado, por lo que cualquier desliz se convierte en una excusa para desacreditarla a ella y a la comunidad trans. Kanye, en cambio, es un hombre con un poder económico y mediático inmenso, lo que le permite blindarse ante las críticas y, en muchos casos, hacer uso de ellas para seguir marcando agenda.
Esta doble vara también se manifiesta en el rol que juegan las plataformas y los medios de comunicación. Mientras que ciertas figuras son penalizadas con rapidez por sus opiniones, otras logran consolidar discursos de odio con total impunidad. La reciente polémica de Elon Musk, quien realizó un saludo vinculado al neonazismo durante la asunción de Trump, es otro ejemplo de cómo estos mensajes se instalan en la opinión pública sin mayores consecuencias para sus perpetradores.
Los límites de la libertad de expresión
Entonces, ¿hasta dónde llega la libertad de expresión? Si bien el derecho a expresarse libremente es fundamental en democracia, este no puede ser un cheque en blanco para la difusión de mensajes de odio que vulneren los derechos de otros. Existen límites claros en el derecho internacional que sancionan expresiones racistas, antisemitas o discriminatorias. Sin embargo, estos límites parecen aplicarse con rigor a unos y con indulgencia a otros, dependiendo de su influencia y alianzas políticas.
El peligro de esta situación es la gradual normalización del odio. Cuando figuras con millones de seguidores hacen comentarios intolerantes sin recibir consecuencias reales, se envía un mensaje a la sociedad: estos discursos son válidos, son parte de la conversación pública. El “goteo” constante de estos mensajes va permeando el debate hasta volverlos una opción política lícita, algo que ya se ve en el auge de la ultraderecha en diferentes países del mundo.

Es imprescindible que la libertad de expresión sea equitativa. Si se sanciona a una persona por comentarios ofensivos, debe hacerse lo mismo con cualquier otra que cruce esas líneas, independientemente de su estatus o su poder. Si no, se refuerza la idea de que algunos tienen derecho a difundir odio sin consecuencias, mientras que otros son castigados de manera desproporcionada por errores mucho menores.
No está en discusión que para que exista una sociedad sana debe haber espacio para el debate y la discusión, pero eso debe llevarse adelante sin dar permiso a discursos que pongan en riesgo la convivencia. Obviamente, la solución no es censurar, sino aplicar criterios justos y equilibrados para defender la libertad de expresión evitando la normalización de discursos de odio como herramienta para perpetuar desigualdades.