En la provincia de Córdoba solía habitar una especie de ave muy particular y con un diseño bastante excéntrico, tenía las plumas de la cola muy largas y anchas, lo que le daba una apariencia muy peculiar.
Estamos hablando del hermoso yetapá de collar (Alectrurus risora). Habitaba las regiones fitogeográficas del espinal y de la llanura pampeana al este de la provincia de Córdoba, donde antes había altos pastizales.
Esta zona sufrió un intenso cambio de suelo, con todo lo negativo que eso conlleva, que la transformó en zona para la agricultura y la ganadería. Por ello, se redujeron casi por completo estos ecosistemas y, con ellos, la existencia del yetapá de collar en estas latitudes.
Pero aún la especie sobrevive en otras zonas del país y de Paraguay. Acá, en Argentina, en la mesopotámica provincia de Corrientes, quedan algunas poblaciones.
Su hábitat natural son los pastizales altos, donde se alimenta y nidifica.
Solamente se lo puede observar cuando se posa en lo alto, ya que al sumergirse en la vegetación más baja es casi imposible detectarlos.
A la provincia de Corrientes he ido más de 30 veces en mi vida, especialmente a los esteros del Iberá, que son uno de los mejores sitios de Argentina y de Sudamérica para observar la vida salvaje en su estado natural.
Muchas veces fui solo y a dedo; otras en auto, con amigos y amigas fotógrafas, y otras, ya como guía con grupos.
En más de la mitad de las ocasiones, pudimos ver a los yetapá, pero no siempre los pudimos fotografiar, ya que no es tan fácil.
Un día mi mamá (viajera entusiasta de toda la vida) me cuenta que ella nunca había ido a los esteros del Iberá. Obviamente, pusimos fecha y organizamos un viaje familiar con ella (84 años), mis hijas (de 5 y 8), y se sumó mi hermano y sus hijos de 8 y 12 años. Pasamos unos días increíbles, y mi mamá estaba feliz de conocer Iberá.
Hicimos los recorridos en bote y vimos a una mamá yacaré con más de 40 bebés en su lomo, disfrutamos de los rayadores (Rynchops niger) rayar al atardecer, vimos ciervos de los pantanos y corzuelas. Recorrimos los senderos y disfrutamos de la gastronomía local.
El último día, ya de regreso, y a pocos kilómetros aún de Colonia Pellegrini, veo a lo lejos una manchita como suspendida en lo más alto del pastizal.
Mientras me acerco, se va agrandando y sospecho que es un macho de yetapá.
Freno y por la ventanilla observo con los binoculares que se trata de un macho en plena época de cortejos, con todo su plumaje y coloración nupcial.
Eso sí, estaba muy lejos de la ruta, en medio de un alto pastizal.
Tomé mi cámara, siempre va lista a mi lado, les pedí a mi mamá y a las chicas que me esperaran y salí a su encuentro.
A los cuatro metros, tuve mi primer obstáculo: una fosa llena de agua. Dejé mi calzado, me arremangué un poco los pantalones y me metí al agua hasta la cintura.
Una vez que salí, seguí ya descalzo y con mucho sigilo hacia mi objetivo. Por momentos lo perdía de vista por la altura de los pastos, pero, al localizarlo de nuevo, continuaba avanzando, iba bien agachado y muy lentamente.
Al acercarme, el yetapá tímidamente volaba y se volvía a posar un poquito más allá.
Yo, cada vez más agachado y más sigiloso, intentando no hacer ningún ruido, me seguía acercando.
Muchas veces, por más que los fotógrafos de aves tengamos lentes largos, si no estás a una distancia próxima y suficiente del ave, no queda bien la imagen.
Hasta que, en vez de posarse en unos oscilantes y movedizos pastos flexibles, se posó en una rama seca y allí se quedó, lo que me permitió llegar lo suficientemente cerca para que la imagen fuera de calidad.
Desde allí, me observó y me dio el tiempo necesario para programar la cámara y poder captar la luz correctamente, ya que esa escena en particular de contraluz no es muy fácil de controlar, debido a la intensa luz del cielo.
Pero se quedó ahí el tiempo suficiente para poder realizar todos los ajustes del equipo.
Desde su atalaya me miraba; y yo, al ver que ya había obtenido las fotos y que estaban aceptables, bajé la cámara, lo observé unos instantes ahí erguido como dueño y señor de ese infinito pastizal y fui retrocediendo lentamente hasta volver con mi familia. Él se quedó perchando en su rama, como decidido a no retroceder ni un centímetro más ante la presencia humana, no porque no quisiera, sino porque no podía.
Es como si supiera que él y sus congéneres están al borde de la extinción y que cada metro de su territorio es clave para su supervivencia.
Este es un claro ejemplo de nuestra soberbia e ignorancia, y de creer que solo el progreso económico es progreso.
Así, no nos damos cuenta aún de que el verdadero progreso son las acciones de la especie humana en busca de un equilibrio real, despojado del antropocentrismo.
Para ello, debemos ser empáticos con el resto de los seres de este planeta, del cual no somos dueños, sino apenas habitantes temporales sin ningún derecho sobre el resto de los seres vivos, y solo una obligación: preservarlos.
- Guillermo Galliano es fotógrafo de naturaleza y presidente de la Fundación Mil Aves, de Córdoba.
