Una de las categorías que habita el cielo de los mártires es la de emprendedor. Es sufrido: no hay vacaciones, aguinaldos ni feriados. El reconocimiento económico no se equipara a sus exigencias, de allí que la sociedad compensa con una moral edulcorada un régimen laboral que tiene sus bemoles ideológicos.
Si miramos a nuestro alrededor, observaremos que conviven dos actitudes opuestas hacia los emprendedores. Una, marcada por la displicencia y por el avasallamiento de los límites que establecen para su trabajo. Son conocidas las quejas de emprendedores que no ven respetados sus horarios, les discuten tarifas, no les pagan a tiempo, faltan al turno o no retiran el producto encargado.
La otra actitud es la que tienen las instituciones y los organismos que fomentan el emprendedurismo. Se dictan charlas y cursos con pomposas consignas como “ser tu propio jefe” o “invertir en tu propio negocio”. Si la institución en cuestión se acuerda de las mujeres, añade conceptos como “autonomía financiera” y “empoderamiento”.
Dejando de lado que ser el propio jefe no es garantía de éxito ni bienestar (¡existen los malos jefes!), resulta que el emprendedurismo no siempre estuvo de moda porque responde a una ideología con fecha de nacimiento.
Fuera de control
Una de las empresas intelectuales del filósofo Michel Foucault (1926-1984) fue la búsqueda de espacios políticos en los que el sujeto pudiera escapar del poder disciplinador del Estado, espacios de libertad no gubernamentalizados ni verticalistas.
Esos espacios alojarían las microrresistencias de excluidos como los locos, los inmigrantes, los prisioneros y los disidentes sexuales. Permitirían, además, tener experiencias límite, como el autosacrificio, la ingesta de LSD, el ascetismo y el sadomasoquismo, que tensionen las fronteras de la subjetividad para pensar y ensayar una forma libre y soberana de ser sujeto.
En Foucault y el fin de la revolución (Adriana Hidalgo, 2024), Mitchell Dean y Daniel Zamora sostienen que Foucault encuentra hacia el final de su vida que ese espacio político de libertad es posible en el marco del neoliberalismo de la Escuela de Chicago.
No le interesó el modelo económico en tanto tal. Se vio atraído, según estos autores, por la consolidación de una forma de entender al sujeto por fuera de la soberanía estatal, que optimiza las diferencias, cultiva el campo de la elección en el mercado y apuesta por la autonomía. En otras palabras, el neoliberalismo era visto por Foucault como un espacio experimental para redefinir y construir otro tipo sujetos, espacio que se acerca más a lo propiamente humano y se aleja de la docilidad y utilidad impuesta por un Estado homogeneizante.
Perversa libertad
El emprendedurismo fue una de las figuras del neoliberalismo que según Dean y Zamora atrajo a Foucault. Era un modelo que ponía en primer plano la autogestión y la descentralización del poder estatal; un terreno de exploración creativo alimentado por la competencia y alternativo a las empresas tradicionales.
Foucault no vivió para ver cómo fue apropiado el neoliberalismo, especialmente en América latina. Para este filósofo, el neoliberalismo era una herramienta subversiva, algo que suena contraintuitivo cuando recordamos que ha sido la herramienta de gobiernos conservadores de derecha. Más aún, el neoliberalismo de nuestras latitudes no fue en absoluto un espacio de libertad de sujetos, sino un espacio de dominación y explotación.
El emprendedurismo que hoy está de moda conserva solamente la cáscara y las buenas intenciones que tuvo en su origen. El discurso neoliberal, que sostiene un Estado que no libera sino que se desentiende y hace de cada emprendedor un héroe, convive con una realidad marcada por la necesidad y por la incertidumbre. En algunos casos, ser emprendedor se resume en la perversión de ser el propio esclavo.
Si somos fieles a Foucault, deberíamos desconfiar de las charlas TED, de los manuales, cursos y discursos oficiales que incentivan el emprendedurismo como la clave de la libertad. La autonomía es un bonito nombre que puede esconder individualismo, desamparo y las peores caras de la meritocracia.