En el cierre de cada año se precipitan los saldos de propósitos. Entre los aficionados a la lectura, circulan las listas de lo leído en el año, como un número general o discriminado en géneros, tiempos y velocidades. Surge, de manera concomitante, una crítica a esta contabilidad lectora. ¿Qué resulta de someter la lectura a la lógica productiva?
Sea que se comparta en redes sociales o no, el número de libros leídos funciona en primer lugar como registro e inevitablemente se convierte en una herramienta de competencia. Se puede competir con una misma o con otros, siempre con la absoluta certeza de la inexactitud de ese número: en esa lista hay libros de cien páginas y otros de mil, una obra ligera de poesía junto a un densísimo ensayo.
Aparecen, también, los consejos para leer más rápido, para aprovechar cualquier intersticio de la rutina para avanzar una página, técnicas para leer en diagonal y la precaución de hacer una buena curaduría de libros breves. El objetivo es que ese número crezca año a año, perdiendo de vista el significado de la suma.
¿Para qué leer?
Perder o ganar el tiempo, moverse rápido antes que moverse lento, son síntomas de la búsqueda de productividad que sella esta época. El ocio dejó de ser un antídoto.
Si el objetivo es hacer deporte, existen los relojes que miden la cantidad de pasos, velocidad y resistencia, dejando en ultimísimo plano las variables cualitativas: el disfrute, la relajación y la conexión con el cuerpo.
Si el “despeje” son los videojuegos, se corre el riesgo de olvidarse de otras cosas importantes e, incluso, de caer en una adicción que convierta el ocio en una prisión.
Quedaba la lectura como una actividad introspectiva y de goce que hacía de su cuantificación un contrasentido. La lectura ha sido esparcimiento, emancipación y hasta una herramienta política (basta recordar la reciente polémica con Cometierra de Dolores Reyes). Fue un arma de rebeldía frente a la crematística totalizante y hasta abría tangentes para escapar de las imposiciones.
La cuantificación lectora, exacerbada con el uso de redes sociales, transformó también el mercado editorial. Las obras que actualmente mueven millones de dólares son de autoayuda, romance o sagas eternas con volúmenes de más de quinientas páginas.
Son libros que sus lectores devoran en uno o dos días y exigen, naturalmente, la publicación inmediata de la continuación que con seguridad les será brindada. Este ecosistema deja afuera otras obras que apuntan a otros paladares, a un tiempo más de gourmet que de fast food.
¿Hay que leer?
En 2009 Daniel Pennac escribió el manifiesto Los diez derechos del lector. Al leerlos, el primero me pareció ridículo: “Derecho a no leer”. Lo consideraba parte de la retórica circular y zigzagueante de los franceses. Lo mismo me pasó con “Derecho a no terminar un libro” y “Derecho a leer lo que me gusta”: perogrulladas.
Recordé que se trataba de un decálogo para una campaña de promoción de la lectura en Francia, y asumí que estaban dirigidos a niños que debían ver la lectura como juego y no como deber. Relativicé su alcance y los desestimé como algo que no tenía que ver conmigo.
No sé si estaba plenamente equivocada, pero sí considero que ese decálogo se resignifica a la luz de los hábitos lectores actuales. Hacer del ocio una actividad cuantificable más me parece un desastre, especialmente hoy cuando el ocio prácticamente no existe.
Hacer de la lectura una actividad ociosa y cuantificable no está mal, si es que se pueden responder desde una mirada cualitativa las siguientes preguntas: ¿quiero leer?, ¿elijo lo que leo? y, la más difícil: ¿realmente estoy leyendo mientras leo?