El martes 25 de marzo, mientras buena parte de los argentinos deseaba, imaginaba, anhelaba una victoria de la selección de fútbol contra Brasil, su clásico rival, un acontecimiento tecnológico explotó como una bomba en X (antes Twitter) y en cuestión de horas se convirtió en moda. Una tan potente que en los siguientes días llegaría a inundar pantallas de teléfonos y computadoras por doquier, al punto de generar las condiciones de posibilidad de esta reflexión.
La empresa OpenAI, encargada del desarrollo del ya archiconocido ChatGPT, presentó la más reciente versión de su aplicación de inteligencia artificial. El anuncio lo hizo su creador, Sam Altman, cuyos tuits posteriores dan cuenta del suceso que significó la actualización denominada GPT-4o y su principal novedad: poder generar imágenes con apenas algunas indicaciones a través de texto.
“¿Pueden, por favor, calmarse con la generación de imágenes? Esto es una locura, nuestro equipo necesita dormir”, apuntó el CEO de OpenAI apenas cinco días después de la salida de la nueva versión. Según comentó el propio Altman, la cantidad de nuevos usuarios se disparó por las nubes. En la tarde del 31 de marzo, aseguró que en una hora habían sumado un millón de suscripciones, la misma cantidad que durante los primeros cinco días desde el lanzamiento de la aplicación en 2023.
Lo anterior es identificable en los entornos cercanos de la mayoría de los lectores y con una estética en particular: la de Studio Ghibli, escudería de animación japonesa creada en 1985 por el legendario Hayao Miyazaki, ilustrador responsable de los personajes mundialmente conocidos de El viaje de Chihiro, Mi vecino Totoro y otros títulos clave del cine de animación de las últimas cuatro décadas.

No se sabe muy bien quién empezó, pero el aluvión posterior fue irrefrenable. La nueva función de ChatGPT y el efecto contagio de las redes sociales hicieron el resto: en cuestión de horas, fotos íntimas e imágenes icónicas del deporte, la política, la historia o la producción cultural (desde series hasta memes) comenzaron a compartirse reversionadas al llamado “estilo Ghibli”.
Allí entró en acción una fuerza muy poderosa, potenciada definitivamente a partir de la colonización de la vida cotidiana que lograron las redes sociales hace tiempo. Esa capacidad de influencia mutua entre usuarios conectados a través de un hashtag se notó especialmente en el auge de imágenes generadas a través de ChatGPT. Lo curioso es que la función permite generar imágenes en cualquier estilo indicado, pero fue el de Miyazaki y compañía el que se impuso.
Polémicas y debates
Como en todo fenómeno espontáneo, incluso inesperado, no todo fue imágenes tiernas y cálidas, con evidente parecido al estilo aludido, pero marcas definitivas de IA. Diversas discusiones surgieron a partir de esta moda prácticamente instantánea, que llegó a los perfiles de artistas consagrados y a los grupos de WhatsApp de amigos del secundario.
A la hora de señalar el claroscuro de la tendencia, se habló de los derechos de autor en juego, de los datos que se le entregan a OpenAI al subir una foto y hasta de la cantidad de agua utilizada por los servidores que deben sostener con energía cada engranaje de un proceso demasiado parecido a la magia.
Por otro lado, la posibilidad de verse a uno mismo y a los suyos en “modo Miyazaki” es cuanto menos tentadora para millones de personas que han visto algunas de sus películas. Resulta comprensible que tanta gente quiera subirse a la ola para sentirse animé al menos por un rato.
No obstante, la verdadera discusión de fondo tiene que ver con otra problemática. La inteligencia artificial es una realidad y no se puede combatir contra aquello que ya se ha colado en nuestras vidas. Sin embargo, vale la pena pensar un poco más en cómo y cuándo usamos este tipo de herramientas. Más allá de la gratificación instantánea (y seguramente pasajera) que nos produce, ¿vale la pena sabiendo todo lo que implica por detrás? Y tangencialmente, poder ver lo que nos imaginemos de manera inmediata, al alcance de un mensaje, ¿qué tan bien le hace a nuestro sistema de recompensa cerebral?
Lo anterior se conecta con alguno de los argumentos dados por distintos ilustradores, quienes se han visto afectados directamente por la cada vez más normalizada posibilidad de generar imágenes con IA. “Consumimos arte porque queremos ver el alma de otra persona”, dijo Liniers al hablar del Ghibli-gate. “Creo firmemente que es un insulto a la vida misma”, había dicho el propio animador japonés en 2016, luego de una demostración de inteligencia artificial en su estudio. El video de ese momento se viralizó nuevamente en los últimos días.
Como ha sucedido en otras disciplinas, el debate en torno a la viabilidad de un producto cultural de origen no-humano es complejo. Al igual que las canciones surgidas a partir de un procesamiento de cientos de miles de ejemplos por parte de la IA, la ilustración que propone OpenAI logra un efecto que se acerca, pero que no puede reemplazar lo que genera la exposición a un dibujo “con alma”.
El caso de Miyazaki es elocuente: basta ver las imágenes que se multiplican para identificar un estilo aproximado, de evidente parecido, pero que queda evidenciado como una copia básica si se lo compara con los trazos y los detalles originales de un imaginario creado por una historia de vida y su entorno.

Nuevamente, ya no se trata de ver qué opinamos sobre la herramienta, sino de decidir qué hacemos con ella. Al margen de si está bien o si está mal (valores tan variables como la cantidad de opiniones posibles sobre el tema), ¿qué elegimos para nuestro propio repertorio de consumos?
En definitiva, y más allá de las modas que se expanden como virus, dependerá de lo que nos guste y lo que tengamos ganas de ver. Lo interesante, en todo caso, es no dejar de preguntarse qué es lo que nos importa realmente.