A una hora y chirolas de haber ensamblado Los Chicos con El Salmón en el cierre de su show dominguero en Plaza de la Música, Andrés Calamaro fue a su cuenta de Instagram y plasmó algo que había insinuado al promedio de una nueva entrega lujosa en el venue de Alberdi.
Tanto en su publicación como ante el soberano, el solista ponderó a un público que había escuchado con gesto respetuoso algunas canciones que, si bien están grabadas a fuego en el inconsciente colectivo, no detentan el rango del hit al hueso.
“Corazón para escuchar en silencio, corazón para cantar fuerte, corazón para el éxtasis ... Sin pogo, sin aguante, sin Fernet (??), sin fútbol, sin cuarteto, sin política... Rock de verdad (con amistad, entrega y gratitud)... Como siempre Córdoba pone los puntos, la belleza y las cosas como son”, comenzó Andrés en la citada publicación.
Que siguió así: “La docta, la doctora, la que sabe. Cuando pensamos en una gira casi consagrada al infame Honestidad brutal, no imaginamos semejante cosa como la de hace una o dos horas. Cuando tocamos las canciones entre tinieblas, las más oscuras y malditas del insoportable disco de 1999, parecía 1971 con Duane Allman vivo. Ni una luz. Ni un grito”.
“Miles de personas de pie y escuchando... ¿Qué era eso? ¡¡¡Me emocionaron!!! En Los aviones por poco no se me pianta el lagrimón del tango”, dejó en claro casi a un cierre pleno de sus “respetos, gratitud y amor”.
Lo que pasó por alto Andrés Calamaro del vivo en su texto instagrameado e insomne es que en escena también ponderó la estirpe rockera de nuestra plaza, a la que testeó en el Festival de La Falda (para lo que se hospedaba “en el hotel nazi”), en Atenas y en otras tantas paradas bravas en las que el público era más hostil o, en todo caso, no estaba tan interpelado como ahora.
Lo concreto es que Calamaro no faltó a la verdad: la gente estuvo con gesto estupefacto en el primer tramo de un concierto que, efectivamente, celebró (sin haber puesto antes de manifiesto que lo haría) las bodas de plata de Honestidad brutal, un disco rabioso, incontinente.
Un disco que salió en abril de 1999 pero que aquí en Córdoba promocionó a fines de ese año, en el marco de una movida que se extendió a su debut en este mismo espacio antes conocido como La Vieja Usina. Aquel show fue en diciembre; es decir, también hace casi 25 años.
Sobre el cierre de aquella década infame, Andrés ya tenía debidamente sedimentado el triunfo foráneo de Los Rodríguez, además del plan de reinserción de Alta suciedad (1997). Y estaba sublevado contra todo (piensen que todo aquello fue prolegómeno de El Salmón), por lo que la adoración excesiva no le cabía ni un poco.
Ahora, en todo caso, le da pudor; quizás por eso le pareció formidable que ésta (la adoración) se sosiegue en favor de una escucha más atenta, que incluso subestimó la mediatización de un teléfono móvil.
Calamaro comenzó su show poco después de las 21 con gesto sugerente, ensamblando el exotismo sombrío de Kashmir (de Led Zeppelin) con El día de la mujer mundial, un medio tiempo sobre el desconcierto de una pérdida irremediable. Siguió el rockito Para qué y las cartas ya estaban claras: feeling, alternancia de climas, alocuciones mínimas, ninguna pirotecnia visual que entorpeciera la asimilación del hecho musical. En este punto hay que contar que sólo funcionaron las pantallas laterales y sólo para proyectar lo que pasaba en escena.
La banda tuvo algunos de los de siempre (el pianista Germán Wiedemer, el bajista Mariano Domínguez y el guitarrista Julián Kanevsky) y a dos nuevos: al baterista Andrés Litwin (reemplazó al cordobés Martín Bruhn) y al guitarrista (de riguroso rictus rollinga) Brian Figueroa.
Rindió cualquiera haya sido la demanda del repertorio, pero se mostró más fulgurante en los momentos funkies (como el correspondiente a Más duele), reggae (exquisito movimiento en Las heridas) y en Con Abuelo, en cuya coda terminó sonando como una banda indie noise. Ni hablar cuando llegó el movimiento cuasi ciudadano de Los aviones: ahí mutó a banda salsera para entregar un mínimo fragmento de El Ratón de Cheo Feliciano. Ese mood se repitió en Tuyo siempre, con Calamaro munido de maracas.
Sería indigno soslayar la combustión que se produjo en Alta suciedad, con Kanevsky atacando y Figueroa matizando, y viceversa.
Calamaro se rompió un poco vocalmente con el gravísimo All You Need Is Pop, pero surfeó el resto de la lista (poco más de la mitad desde ese momento) con una mezcla de oficio y reserva emocional.
No tan Buenos Aires y Clonazepan y circo llegaron en formato medley, del mismo modo en que lo hicieron Los Chicos y El Salmón al final. Un detalle sobre ese cierre: sin los rostros de sus “amigos que se fueron primero” proyectados en pantalla, el primero de los dos tanques perdió algo. Puede ser una pizca de conmoción, aunque hay que conceder que el paneo de I Want You (She’s So Heavy) de los Beatles enmendó la falta de ese intangible.
¿Dijimos Clonazepan y circo? Bueno, pocas cosas más anti casta que los versos “Gente fina, delincuente/ Algunos ya diputados/ Y brindo por nosotros dos tarados/ que les pagamos”. Los escribió en 1999 (junto a Marcelo “Cuino” Scornik), cuando Calamaro no era señalado por correrse a la derecha ni por tener posturas diseñadas para molestar a la progresía.
Un día antes del show de Calamaro, los medios mendocinos daban cuenta del éxtasis popular que se había producido por la primera visita del músico a su capital provincial luego de ocho años.
El dato llevó ineludiblemente a reflexión sobre el privilegio cordobés de tenerlo garantizado prácticamente una vez al año y en el segundo semestre, cuando al momento de abrirse boleterías se corrobora que hay otra vida más allá de ese vórtice de desinformación y de desmesura que es X.
En esa instancia, sólo importa la puesta en valor de la obra de Calamaro, fundamental en nuestra música popular.
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