Javier Malosetti vuelve a Córdoba con el trío que completan el guitarrista Bruno Di Lorenzo y el baterista Mateo Ottonello, con la idea de extender en el tiempo su idea de jazz performático, tan virtuoso como intenso.
Esa formación lleva año y medio, tiempo en que el músico enfrasca una etapa asociada a cierta distensión profesional sobre la que se explaya en contacto con La Voz. Contacto, claro, tendiente a respaldar su show del sábado en Studio Theater (Rosario de Santa Fe 272).
“No me doy cuenta de las diferencias entre etapas. Yo soy el José Diario del Lunes, ¿viste? Puedo hacer un análisis de todo después, pero lo primero que hago es ir a donde me pide el cuero. Lo que sí te puedo decir es que hay un par de comunes denominadores que están siempre. Hablo de ciertas influencias, de ciertas músicas… Y después, vamos”, comienza el bajista que empezó como baterista y que eventualmente se expresa como guitarrista y cantante.
“La elección de los músicos es siempre es la misma. O sea, músicos con los que me eleve y que estén tirando a ser más jóvenes que yo. Considero que con un solo viejo en escena es suficiente”, añade entre risas.
–Con Bruno y con Mateo ya llevás mucho más de un año; el proyecto tiende al largo plazo.
–Creo que estamos juntos hace más de un año y medio; en cualquier momento serán dos. Me agarran en una fase en la que no he puesto la música original y a mi propio proyecto personal en la caja de cristal en la que estaban antes. Estoy disfrutando mucho de trabajar por afuera, de estar disponible para quien lo necesite. Puse en pausa al creador y ahora estoy disfrutando de tocar en los musicales de Olga o de ser convocado incluso para producciones juveniles. Todo eso me hace sentir muy bien y conectado con todo. ¡Es que estoy por cumplir 60 años, loco!
Una vez que apaga su estupefacción ante el dato, Malosetti revela que está viviendo “un estable confort” cruzado por “un constante crecimiento”.
“Y es así por más que ya no estudie las horas que estudiaba antes”, refuerza.
“Antes tocaba todo el día; ahora no –cuenta–. O sea, no es un momento en el que esté incorporando cosas nuevas. Sí a nivel concepto, porque en la interacción con músicos siempre ganás algo, pero el estudio es el que te abre más caminos. Pero, bueno, lo hice tantos años que ahora me da paja, ¿viste?”.
“Estoy con estos flacos que se tocan todo y que tienen un lenguaje que se te queda pegado también. Y yo los he influenciado a ellos, claro. Conocen mis discos, los músicos con los que toqué, saben lo que hago. Entonces, se da algo muy lindo. Una transferencia recíproca, así como un feedback de data que vuelve, pero vestida distinto”, amplía.
–¿El estudio puede llevar a un nivel de insensibilidad expresiva?
–Hummm… Mirá, mi viejo era músico de jazz y a mi vieja le copaba que tocara. Y yo no laburé hasta que empecé a tocar. No hice nada más que tocar. Fui muy pero muy afortunado, y lo sigo siendo. Estudiar implica estar en contacto permanente con el instrumento. Es una de las formas de estudiar y también está puesta en pausa, lo que no significa nada más que eso.
Javier Malosetti, un Dividido más
–Hace poco tocaste a tres bajos, con Diego Arnedo y Machi Rufino, en un show de Divididos. ¿Cómo fue la trastienda de ese encuentro y cómo hiciste para que tu bajo sonara a guitarra?
–¡Fue el monstruo de tres cabezas! Salió por iniciativa de Arnedo, que un día me llamó y me dejó un mensaje. Pero yo tenía su teléfono para devolvérselo. Tenía los números de Ricardo (Mollo), con el que tengo contacto, y de Catriel (Ciavarella), con el que toco cada tanto y tiene buena onda, pero Diego es como un Avenger. Como Iron Man. Es como alguien admirado que, a su vez, tiene como un halo de misterio, porque el flaco no tiene ni Instagram, le chupa un huevo todo. Es un tipo rodeado de cierta mitología. Por eso fue muy loco recibir su llamado y oírlo tan encantador y respetuoso.
–¿Y entonces?
–Me dijo que había un show de Divididos en el que iban a tocar tres guitarristas (Mollo, el Tano Marciello y Alambre González), y tres bateristas (Catriel y los dos ex-Divididos, Jorge Araujo y Federico Gil Solá). Pero como ese plan no prosperó, quedó en pie su pedido de “Yo también quiero tocar con dos bajistas más”. Entonces, nos invitó a “La Bomba” Machi y a mí. Y en esa llamada, de repente escucho la voz de Ricardo que me agita: “Vas a tener que hacer de mí, porque yo no voy a tocar en ese momento”. ¡Estaban hablando como si fueran Los Ángeles de Charlie! ¡Con el parlantito! Y ahí me di cuenta de que me querían colgado de la palmera, soleando con el octavador, el wah wah y la distorsión, todo lo que hubiera puesto si me llamaban para tocar la guitarra. Y sí, estaba bien, porque mirá si les voy a competir en base grave a Machi y a Arnedo. “Yo soy la defensa, Machi el mediocampo y vos… vos, vos sos como un ave”, me tiró Diego.
–Y te lo dijo para un show en la cancha de Argentinos Juniors, nada menos.
–Claro, se agranda la analogía futbolera. Todo fue increíble. El primer ensayo fue allá en La Calandria, la sala que ellos tienen en Castelar. Hicimos un ensayo una semana antes y después otro en la prueba de sonido. Fueron tres reuniones y una sola con público, pero para mí todas fueron regrosas. Al primer ensayo en La Calandria lo grabaron en tiempo real, lo escuchamos… ¡Alucinamos! Y de repente, cuando ya estábamos sentaditos con Machi, Ricardo nos dice: “¿Quieren escuchar algo de lo que estamos haciendo ahora?”. Era algo en lo que están laburando y aún no salió. Nos pone en un tema. No sé cómo se llama ni nada, pero te juro que casi se me para el corazón. ¿Viste esa cosa que tiene Divididos de desparpajo pero a tierra? Rockero, atorrante… Un funky tipo Hendrix. Recuerdo que lo agarré a Machi y le dije: “¡Loco, me voy a morir!”.
–Recién, en el relato se te coló un “La Bomba” para llamar a Machi. Ese era el apodo que le puso Spinetta. ¿Te quedaron muchas referencias e inflexiones spinetteanas en tu lenguaje cotidiano?
–Y no sólo a mí, sino a todos los que pertenecimos a su grupo de amigos. Cada tanto nos juntamos varios y esas cuestiones aparecen más. Y si está Dylan, Eduardo Martí, para mí es como estar con Luis. Porque habla igual. No de imitarlo, tiene el mismo modo que incorporaron los dos de chicos. Es refuerte… Quedamos todos atravesados por Luis, de verdad.
–¿Y recordás el momento en que lo conociste a Luis?
–Hubo varios primeros momentos. Porque me le acerqué varias veces cuando yo todavía no tocaba. Le pedí autógrafos, me le paré cerca un par de veces con esa idea, pero no me registró. La primera vez que sí lo hizo fue en un ensayo al que me llevó “El Mono” (Juan Carlos Fontana), en el que se preparaban para la presentación de Téster de Violencia. Fue en 1988, cuando yo tocaba con “El Mono” y Jota (Morelli), tecladista y baterista de aquella banda. Me saludó Luis. Lo recuerdo fotográficamente, no me lo olvido más. Hasta me choreé una púa de arriba de su equipo; me la choreé así de fan, era una púa con una serpiente.
–Volvamos a tu proximidad a los 60. ¿Qué te genera?
–¿Viste que hay como un fantasma de los números redondos, de las décadas? No me jode eso, me inquieta superar en años la vida de personas o de seres queridos. Mi vieja murió a los 63 y en cualquier momento llego a esa cifra. Eso me destruye la cabeza. Soy más grande que Pappo. Nunca pensé que iba a ser más grande que Maradona o que Pappo. Eran monstruos, gigantes. ¡¿Cómo yo voy a ser más grandes que ellos?! Me parece reloco eso. Más allá de eso, no me puedo quejar. Nada me duele mucho, estoy bien. Me agarro un huevo, perdón. Sería un necio si me quejara por algo. No quiero caer en la de (Ricardo) Darín de las dos duchas calientes por día, pero me dan ganas de decir eso también. Como rico, toco con músicos que me gustan, estoy bien acompañado, tengo un hijo que está bien. Tengo un hijo de 33 años, loco. Es un tipo que habla cuatro octavas más grave que yo. Y es mucho más peludo que yo. Ya se fue hace rato de casa y me mira con una ternura del tipo “Bueno, hay que perdonarlo al viejo”. Es compasivo. Cuando me mira así, me dan ganas de decirle: “Pero porque no te vas un poco…”.
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