Para filmar las entrevistas incluidas en Rockstar: Duki desde el fin del mundo, Mauro Ezequiel Lombardo eligió la casa ubicada en el número 247 de la calle Antezana, en el barrio porteño de Caballito.
Allí, en “la Mansión” y junto a Neo Pistea e Ysy A, el mayor representante del trap argentino construyó buena parte de la mística que lo llevó a convertirse en una figura central de la música argentina e iberoamericana del último lustro.
En esa casa, hoy convertida en santuario y motivo de peregrinación para los fans del género nacido en Atlanta, Estados Unidos, y absorbido en el país hace aproximadamente una década, se gestaron algunos cruces y sucesos que terminarían impactando en la vida de millones de adolescentes (y no tanto).
No obstante, la presencia de Duki en el lugar de los hechos varios años después de aquel caótico y creativo período entre 2016 y 2019 lo dice todo en apenas un vistazo.

Con 29 años (tenía 27 cuando llenó dos veces River a finales de 2023, siete años después de publicar su primera canción), el artista se ha convertido en una figura transversal que justifica, incluso, la producción de un documental para la plataforma de contenido on demand más popular.
De hecho, parte central del documental de Alejandro Hartmann tiene que ver con el proceso que hizo el protagonista para domar ese modo de vida irrefrenable que narró en primera persona en su música. Después de una pandemia, y de una necesaria reconversión familiar y personal (con Emilia, su colega y pareja, como parte del combo), Duki evolucionó en un artista cada vez más profesional, decidido a justificar la escala estadio a la que llegó con su música.
Poco queda de sus años más alocados (cuando, por ejemplo, llegó con Modo Diablo el Festival de Jesús María 2019). Acaso sus inconfundibles tatuajes, un sello de su compromiso con el sueño propio, son un rastro de aquel joven que salió de las competencias de freestyle y sentó las bases de un movimiento musical (y cultural) sin precedentes en el país.

Una nueva sensibilidad
No es casual que, en sintonía con la salida de Rockstar: Duki desde el fin del mundo, hayan aparecido en los últimos meses dos libros que intentan explorar (y profundizar) el fenómeno del trap y otras músicas afines, y su impacto en la cultura juvenil.
El primero es Freestyle o el fin del rock, de Walter Lezcano. En este ensayo publicado por Interzona en noviembre de 2024, el escritor, docente y crítico cultural de a pie esboza un ejercicio reflexivo en torno a ese movimiento –esa subcultura– que, según él, parece haber tomado el lugar que supo tener el rock en términos de rebeldía.
Para Lezcano, la consagración del freestyle y luego del trap significaron un corte profundo con el status quo musical al que él y muchos otros estaban acostumbrados por su filiación punk y alternativa. Aunque interesado desde adolescente en las raíces socioculturales del hip hop neoyorquino, Lezcano encontró en su entorno cercano varias señales que lo invitaron a pensar en qué había detrás de la proliferación de batallas de gallos y raperos.

“Lo más rockero es siempre tratar de entender lo que no comprendés, cierta idea de novedad. Y después algo que me parecía interesante es verlo desde el costado. Yo ya tengo 46 años y me parece que es una música que vibra a un ritmo necesariamente juvenil”, asegura.
“Hubo muchísimo rechazo en Argentina con el hip hop, con el freestyle, con el trap. Ahora, por supuesto, ya es un mainstream absoluto y el rock pasó a ser under”, considera el ensayista, novelista y poeta.
“El rock evidentemente no tiene las herramientas para interpretar el siglo 21 y poder generar sentidos nuevos, que era un poco lo que nos pasaba hasta los 2000 con algunas bandas”.
En ese plano, el libro de Lezcano tiene también un registro muy personal, que se mete en su propia estructura familiar para desentrañar un fenómeno más amplio.
En su relación con Dante, hijo adolescente de su pareja, Lezcano narra ese choque generacional que se dio entre padres rockeros e hijos fascinados con las rimas, las batallas, el trap, las redes sociales, el streaming, las métricas, los neologismos y una sensibilidad completamente alimentada por lo digital.

De hecho, en su rol de docente el escritor encontró un ámbito para intentar hablar el idioma de sus alumnos. “Vi cómo la batalla de gallos funcionaba para que muchos chicos y chicas pudieran generar nuevos vínculos, pudieran generar una relación con la palabra, con la lengua, con creaciones de lenguajes propios para poder meterse en el mundo del freestyle”, explica Lezcano, para quien hay “una poderosa forma de poesía” en este entramado de rimas que ganó la atención de los adolescentes.
“La batalla de gallos forma parte de una reinvención de lo que sería la payada del siglo XIX para la literatura argentina y también para la música”, define tras hilvanar los hilos de la historia y conectar el Martín Fierro con el imaginario de competencias como El Quinto Escalón, donde Duki, Trueno, Wos, Ysy A o el cordobés Paulo Londra comenzaron a pensarse como raperos.
Cóctel de instantáneo
El otro volumen que busca teorizar sobre la irrupción del trap y la huella definitiva que dejó el género en la música argentina tiene una vocación mucho más historicista y analítica desde sus primeras líneas.
“Este es un libro de crítica musical”, dicen Camila Caamaño y Amadeo Gandolfo, periodista e investigador detrás de El ritmo no perdona. Publicado por Caja Negra en julio de este año, este impactante compendio recoge los principales hitos en la historia del género (al que vincula con el RKT y el reguetón) para diseccionarlo y repensarlo a la luz de su crecimiento exponencial.
Caamaño y Gandolfo tienen un propósito más enciclopédico, que se conecta con la ambición de darle entidad literaria y crítica a un género que obligó a repensar los modos de abordar periodísticamente una música, una subcultura y un fandom inéditos en nuestro país.

Su abordaje es amplio, desbordante de una mirada que no esconde sus propios sesgos y que también discute el desarrollo artístico y creativo del género.
En un registro distinto al libro de Lezcano, la profundidad de El ritmo no perdona ayuda a pensar en el presente de un género todavía nuevo que parece haber quedado algo viejo en términos de novedad cultural.
Si poco antes de la pandemia daba la sensación de que el trap estaba en todos lados, cinco años después el término mismo que nombra a este subgénero del hip hop más oscuro y efecteado (en sus bases y en sus voces) parece haberse convertido en un cliché.
Por supuesto, es innegable que el movimiento ha modificado un escenario que ya no volverá a ser el de antes de No vendo trap (2016), primer lanzamiento de Duki, o Loca (2017), aquel hit fundacional que unía a Khea con el mismo Duki y Cazzu, y que eventualmente traccionaría a un tal Bad Bunny.
No obstante, también es cierto que con el paso del tiempo mucha de aquella rebeldía iconoclasta inicial se ha diluido entre las exigencias de la industria y, como relata el propio documental de Duki, las necesidades personales de los artistas.
Al respecto, Camila Camaaño plantea una visión alternativa a la sensación de ascenso y posterior caída que puede llegar a percibirse si se compara el fervor de 2019 con lo que supone la idea de “trap” hoy, cuando el género ya es parte de un cóctel expansivo de estilos (RKT, cumbia, cuarteto) que se combinan en el mainstream musical.
“Si tuviésemos que graficar las expectativas que primaron durante el proceso en el que registramos estos años, se formaría una ‘v’”, explica la autora marplatense y también cronista de Página/12.
“Empezamos desbordados de entusiasmo, fuimos apagándonos en el medio (donde los rastros experimentales se diluían y el panorama se amesetaba) y luego volvimos a encendernos sobre el final”, plantea en relación con un período de aproximadamente una década.
“Creo que lo que dejó el trap tiene que ver con el ánimo de posibilidades, de que no hace falta una mega estructura para producir música (a qué resultados se apuntan es otro tema)”, destaca luego Caamaño.
En ese sentido, la autora señala en particular el período inicial en el que la competencia de freestyle El Quinto Escalón sirvió como base para el surgimiento de nuevos artistas sin demasiados recursos a mano.
Para ella, esta etapa y una posterior marcada por cierta “acefalía empresarial” fueron claves para consolidar el crecimiento del trap (y el rap) como un movimiento “desde abajo”, que tuvo mucho de aprendizaje sobre la marcha.

A su turno, el coautor de El ritmo no perdona sintetiza el clima de época que se condensó en su investigación. “Hubo algo que reconstruimos en el libro que fue una tormenta perfecta entre una necesidad social y estética de renovación sónica, una industria que se había reconfigurado, y una masa crítica que emerge verdaderamente desde abajo y de una forma subcultural y autogestiva, que hizo que el trap se volviese una opción entre los otros géneros musicales argentinos”, sostiene Gandolfo.
“Después de un primer momento de cierta ruptura, igual, vino una reconciliación, y en realidad hoy el rap tiene respeto como una alternativa expresiva válida”, aporta el historiador y doctor en Ciencias Sociales tucumano.
“Creemos que hubo una normalización, tanto por parte de los rockeros que lo aceptaron como por parte de los raperos que los homenajearon, sea por gusto sincero, sea por temor a la tradición. Pero sí, sin dudas, hoy el rap es uno de los skins posibles si querés hacer música”, asegura el investigador.
Un punto de quiebre
“Lo más interesante para mí es que el rap (y es fundamental aclarar que El ritmo no perdona interpreta el trap como un subgénero del rap) está dejando de ser underground en el país”, opina Caamaño.
Y ejemplifica con esa puerta que abren los principales referentes a quienes vienen detrás: “Que posiblemente un pibe que entró a escuchar rap por Duki hoy está descubriendo Mir Nicolás, o que una chica fanática de Cazzu encuentre a Ze Pequeña o Ana Milagros o a Enzocerobulto”.
Por su parte, Gandolfo enumera algunos síntomas más de los sedimentos traperos que se han metido en las raíces de la música argentina actual: “Una mayor atención al beat, al ritmo; la adoración al cantante individual por sobre la banda; un reconocimiento y rol mucho mayor para los productores; un retorno a la pista de baile como fuente de inspiración; un reverdecer de la construcción de personas artísticas un poco caricaturescas y exageradas”.
“10 años atrás era impensado que en Argentina una popstar como Lali llenara un estadio, y eso también es gracias a la huella del trap”, sentencia luego su compañera, que también observa en la industria una dinámica cada vez más parecida a la de un personaje de un videojuego que tiene que sortear diferentes niveles para alcanzar su meta principal.
“Por momentos, parece que la carrera de un artista es una seguidilla de logros a cumplir”, comenta Caamaño. “Da la impresión de que la trayectoria estuviese mediada por instancias para crecer en volumen y atentando contra la expansión creativa, lo cual para muchos debe ser frustrante y expulsivo”, analiza luego.
Dicho diagnóstico que puede aplicarse al caso del propio Duki: el artista de su generación que, sin embargo, todavía no ha alumbrado una obra maestra en formato álbum que sea signo de su tiempo.
“Hablaría de caída si los artistas se hubiesen estancado en hacer un sólo género y el público les hubiese dado la espalda. Lo que sucede es que el trap funcionó como una plataforma que les permitió exhibirse, profesionalizarse y disparar posteriormente para dónde deseen (o la industria les haga creer que desean)”, apunta Caamaño, en una reflexión que da cuenta de las tensiones que atraviesan al último gran temblor en las placas tectónicas de la música argentina.