El juicio contra Jair Bolsonaro por su presunta implicación en un intento de golpe de Estado marca uno de los momentos más críticos para la democracia brasileña desde el fin de la dictadura militar en 1985.
En un país con una historia marcada por la fragilidad institucional, el desafío no es menor: sancionar penalmente a un expresidente sin que el proceso derive en una espiral de inestabilidad política ni en una revancha ideológica.
Pero, sobre todo, el desafío es mostrar que el Estado de Derecho puede sostenerse aún frente a quienes intentaron subvertirlo desde sus más altos niveles de poder.
Acusaciones graves
La Procuraduría General de la República ha sido tajante. Bolsonaro, junto a un núcleo duro de exfuncionarios y militares, es acusado de organizar una estructura criminal con el objetivo de impedir la asunción de Luiz Inácio “Lula” da Silva tras su victoria en las elecciones de 2022.
El episodio más visible fue la toma violenta de las sedes de los Tres Poderes en Brasilia, el 8 de enero de 2023, un espejo tropical del asalto al Capitolio estadounidense.
Pero como señaló el fiscal Paulo Gonet, lo ocurrido aquel día no fue un estallido espontáneo, sino el clímax de un proceso minuciosamente planificado desde 2021, con discursos incendiarios, desinformación sistemática y una narrativa de fraude electoral difundida masivamente por redes sociales y figuras públicas.
La pena máxima solicitada para Bolsonaro podría ascender hasta los 43 años de prisión, aunque los expertos estiman que una condena efectiva se ubicaría entre 14 y 20 años.
Se lo acusa de al menos cinco delitos:
- Organización criminal armada.
- Intento de abolición del Estado democrático de derecho.
- Violencia grave.
- Deterioro del patrimonio público.
- Golpe de Estado.
No se trata de una figura simbólica: es una acusación penal con consecuencias concretas, jurídicas y políticas.
Trump en el medio
La reacción internacional no tardó en llegar, y tampoco fue neutra. El expresidente de los Estados Unidos, Donald Trump, reaccionó calificando la causa como una “caza de brujas” y amenazó con imponer aranceles del 50% a productos brasileños si el juicio avanzaba.

Trump y Bolsonaro comparten algo más que afinidad ideológica: también comparten estrategias de negación, victimización y movilización del resentimiento. Pero esta vez, el efecto no fue el esperado.
El presidente del Supremo Tribunal Federal, Luís Roberto Barroso, respondió con contundencia: “En Brasil no hay persecución política. Se hace justicia basada en pruebas, respetando el sistema adversarial”.
La carta abierta que publicó Barroso puede entenderse como un manifiesto de defensa del orden constitucional frente a las nuevas amenazas del siglo 21: el populismo autoritario, la desinformación digital y la manipulación emocional de grandes masas.
“Quienes no vivieron una dictadura o ya no la recuerdan deberían recordarlo”, advirtió el magistrado, en una frase que resume el clima de época.
La presión internacional también generó un efecto colateral en el tablero político interno.
Muchos empresarios que hasta hace poco respaldaban a Bolsonaro comenzaron a marcar distancia, temiendo las consecuencias económicas de un enfrentamiento comercial con Estados Unidos.
El caso de los productores de café en San Pablo es paradigmático: el mercado norteamericano representa su mayor destino de exportación, y ahora ese flujo corre peligro por la defensa incondicional del expresidente a su líder extranjero.
Lula recargado
Frente a este escenario, la figura de Lula da Silva se ha fortalecido. Según la última encuesta de Atlas-Bloomberg, su índice de aprobación alcanza el 49,7%, el nivel más alto desde octubre de 2024.

La ciudadanía percibe que el gobierno ha manejado con pericia la crisis diplomática con Washington, al mismo tiempo que refuerza el mensaje de respeto institucional y defensa de la soberanía brasileña.
La promesa de Lula es clara: si hay sanciones, habrá medidas equivalentes. Pero el verdadero mensaje es más profundo: la justicia en Brasil no se negocia.
Un verdadero test
En este contexto, lo que está en juego no es solamente el destino judicial de Jair Bolsonaro, sino el futuro mismo de la democracia en América latina.
¿Es posible sostener el orden democrático frente a líderes que lo erosionan desde adentro? ¿Puede una sociedad juzgar a su pasado inmediato sin caer en el revanchismo ni en la impunidad? ¿Qué significa “hacer justicia” cuando el acusado no es un delincuente común, sino un exjefe de Estado con millones de seguidores?
La democracia, como advertía Norberto Bobbio, no es un estado natural sino un frágil equilibrio entre poderes. Y ese equilibrio sólo puede sostenerse si las reglas del juego se respetan incluso —y sobre todo— cuando los jugadores más poderosos las rompen.
El juicio a Bolsonaro será, por tanto, un hito para la historia brasileña. No sólo por lo que dirá sobre su pasado reciente, sino por lo que proyectará sobre su futuro.
A diferencia de otras épocas, hoy Brasil tiene instituciones que, con todas sus limitaciones, han mostrado capacidad de reacción.
El Supremo Tribunal Federal se erige como una de las últimas líneas de defensa ante el avance del autoritarismo, incluso cuando este se viste de urnas. Y esa defensa no es sólo jurídica: es simbólica, es política y es histórica.
Bolsonaro no es juzgado por su ideología ni por sus políticas públicas, sino por haber intentado subvertir el orden constitucional.
Su juicio no es una revancha, es un test. Para la justicia brasileña. Para la democracia regional. Y para todos los que alguna vez creyeron —y aún creen— que ningún poder está por encima de la ley. Ni siquiera el de quien alguna vez fue presidente.
*Experto en Política Internacional, doctorando en Conicet