Este sábado, Roma y una multitud inconmensurable de dolientes en todo el mundo lloró con dignidad. Sin estridencias, pero con el alma triste. El papa Francisco fue llevado en procesión desde la Basílica de San Pedro hasta la de Santa María la Mayor, en un último viaje que fue más humano que solemne, más íntimo que grandioso. Como él.
El Pastor Universal, llegado hace 12 años desde el fin del mundo, murió el 21 de abril, un día después del Domingo de Resurrección, cuando el pueblo cristiano celebra el triunfo de la vida sobre la muerte y el pecado.
Francisco fue sepultado en tierra, en un reencuentro con sus raíces familiares genovesas, en una tumba sencilla, lejos del mármol ostentoso, como si hasta en el final de su existencia terrenal quisiera seguir siendo ese cura de barrio que nunca dejó de ser.
El cortejo avanzó a paso moderado, mientras la muchedumbre enternecida batía palmas con respeto y emoción y las campanas del Vaticano y de toda Roma tañían al unísono. Sonaban a despedida, pero también a gratitud. Lo acompañaron cientos de miles; entre ellos, el silencio. Un silencio que decía más que cualquier discurso.
Lloraban abuelas, niños, peregrinos. Aplaudían. Rezaban. Algunos sólo miraban, como queriendo guardar para siempre esa imagen: la de un Papa que se va sin haberse ido del todo.
Jorge Bergoglio, el argentino, eligió descansar en Santa María la Mayor, la iglesia que visitaba antes y después de cada viaje pontificio. La casa de la Virgen. La madre que lo esperaba, otra vez, como al hijo que vuelve fatigado, pero en paz.
No hubo lujos ni tronos. Hubo gestos.
Francisco eligió la humildad hasta el final. Como si quisiera recordarnos, una vez más —como tantas veces en su vida pastoral— que el poder no está en la altura, sino en la entrega.
Fue un Vicario de Cristo con los pies en la tierra, de abrazos concretos, de palabras claras.

Se fue el Papa que hablaba con el corazón. Por eso mismo, quedará en el pulso y en la memoria de quienes siempre lo respetaron en su humanidad profunda.
Seguirá presente en cada gesto que invite al otro, en cada mirada sin juicio ni aprensión, en cada puerta que se abra e invite a pasar.