En poco más de 100 días, Elon Musk vivió un viaje político tan vertiginoso como errático al integrarse -y luego salir de manera abrupta- del equipo de asesores predilectos del presidente de los Estados Unidos, Donald Trump.
Lo que comenzó como una promesa de eficiencia gubernamental y reforma profunda terminó siendo una experiencia desagradable y frustrante para el magnate de origen sudafricano, quien en la noche del miércoles anunció su abandono como colaborador del inquilino de la Casa Blanca con un posteo en X, la aplicación de microblogueo creada en 2006 por Jack Dorsey (a la que bautizó con el nombre de Twitter) y que el actual exfuncionario ultraderechista compró en octubre de 2022 en 44.000 millones de dólares.
El papel de Musk en el gobierno norteamericano, aunque siempre se presentó como temporal, fue tan mediático como controvertido.
Encabezó el flamante Departamento de Eficiencia Gubernamental (Doge, por sus siglas en inglés), un organismo creado con el único fin de recortar gastos públicos y reducir la burocracia federal.
En esa tarea, impulsó despidos masivos, cerró agencias enteras y promovió una agresiva agenda de recortes que generó tensiones internas en el Ejecutivo Federal y entre los integrantes de los bloques oficialistas en el Congreso.
De lo prometido a lo hecho
La magnitud del desafío que enfrentaba se evidenció en el progresivo retroceso de sus objetivos: de un ambicioso recorte de 2.000 millones de dólares, pasó a 1.000 millones y, finalmente, redujo su meta a 150 millones anuales.
A pesar de la retórica disruptiva con la que llegó a Washington, Musk pronto se topó –según confesó– con una maquinaria política más acerada e impermeable de lo que imaginaba. “La situación de la burocracia federal es mucho peor de lo que pensaba”, opinó en una entrevista a la cadena Fox.
Las fricciones no tardaron en aparecer. Musk chocó con figuras clave del gobierno de Trump, quienes veían con recelo sus intentos de reorganizar departamentos enteros. El megaempresario también enfrentó represalias políticas y una creciente falta de apoyo dentro del propio entorno presidencial.
La decepción alcanzó su punto máximo cuando criticó de forma abierta la principal propuesta legislativa de Trump –un paquete que combinaba recortes fiscales y una errática política de aranceles a las importaciones con nuevas políticas migratorias– tildándolo de “proyecto de ley de gasto masivo” que iba en contra de los principios de eficiencia que él decía defender.
Paradójicamente, el mismo Musk, que en febrero dijo sobre Trump: “Francamente, me encanta”, terminó su experiencia con una nota de profunda desilusión.
Su salida del Departamento de Eficiencia Gubernamental fue acompañada por palabras medidas de agradecimiento, pero sin disimular su frustración por las resistencias internas. Aun así, dijo que el cometido del organismo continuará: “La misión del Doge se reforzará con el tiempo a medida que se convierta en una forma de vida en todo el gobierno”.
Ensayo frustrante
Lo cierto es que el experimento político de Musk no sólo dejó profundas divisiones, sino que puso en evidencia los límites entre el voluntarismo empresarial y la complejidad que supone el manejo de la cosa pública. Su anuncio de que reducirá significativamente sus aportes financieros a campañas políticas en el futuro sugiere una retirada sin gloria del escenario político.
La estadía de Musk en Washington pasará a la historia como un capítulo tan breve como intenso, marcado por expectativas desmedidas, enfrentamientos internos y un regreso, quizás inevitable, al mundo que mejor domina: la empresa privada, donde su poder es más directo y sus márgenes de maniobra, infinitamente más amplios que en las dependencias de la Casa Blanca y la burocracia estadounidense.
