Durante el asedio de Sarajevo, hubo quienes pagaron para matar civiles. Millonarios europeos que viajaban a una ciudad sitiada para disparar desde las colinas, como en un safari.
La banalidad del mal en versión capitalista: el asesinato convertido en experiencia de lujo.
Entre 1992 y 1996, Sarajevo fue una ciudad sitiada donde los francotiradores convertían cada esquina en una ruleta rusa.
Los civiles corrían para cruzar las avenidas, sabiendo que en cualquier momento podía llegar la bala que terminara con sus vidas. Era una guerra medieval en el corazón de Europa, transmitida en directo por la televisión global.
Pagar para matar
30 años después, la Justicia europea asegura que durante el asedio hubo extranjeros –millonarios europeos, rusos y norteamericanos– que pagaban para disparar contra civiles bosnios.

Los llamaron “turistas de la guerra” o, con un cinismo todavía más cruel, “safaris humanos”. Hombres adinerados que viajaban al frente no para combatir, sino para matar por placer.
La hipótesis parece monstruosa, pero la fiscalía de Milán abrió una investigación formal: testigos afirman que se pagaban entre 80 mil y 100 mil euros por un “fin de semana francotirador”, y aún más si el objetivo era un niño.
Las pruebas son escasas, pero la sola posibilidad de que esto haya ocurrido dice mucho sobre nuestra época: la elasticidad del mal cuando se disfraza de entretenimiento.
El mal: experiencia de lujo
Si Hannah Arendt escribió sobre la “banalidad del mal” en el rostro gris del ingeniero de la “solución final” Adolf Eichmann, lo que vemos en Sarajevo es su versión posmoderna: el mal como experiencia de lujo.
Ya no el burócrata obediente que firma órdenes de exterminio, sino el turista global que paga por una emoción fuerte. La deshumanización ya no se ampara en una ideología totalitaria, sino en el mercado y el deseo de consumo.

El francotirador se convierte en prestador de servicios; el civil bosnio, en mercancía. La víctima como objeto de una transacción económica.
La lógica neoliberal aplicada al asesinato: quien tiene dinero puede comprarlo todo, incluso la muerte ajena. Sarajevo no solo fue escenario de una guerra étnica, sino un laboratorio donde el capitalismo global mostró hasta dónde puede llegar su obscenidad.
Más de 11 mil personas murieron, entre ellas 1.600 niños. La ciudad se convirtió en un campo de tiro, rodeada por colinas desde donde los francotiradores disparaban contra todo lo que se moviera.
El objetivo no era militar: era psicológico, simbólico, casi artístico en su crueldad. Hacer de la muerte un espectáculo cotidiano.
El horror como experiencia estética
Sarajevo estaba a dos horas de vuelo de Roma o de París. Y, sin embargo, mientras sus habitantes morían, Europa discutía sobre la “inestabilidad balcánica” como si se tratara de un problema meteorológico.
Las potencias occidentales observaron el genocidio bosnio con una mezcla de indiferencia y cálculo político. Sólo intervinieron cuando la limpieza étnica amenazó con alterar el equilibrio regional.
Esa indiferencia fue también una forma de complicidad. Las cacerías humanas son la metáfora más brutal de una época en la que el sufrimiento ajeno se convirtió en contenido.
Los mismos países que dejaron morir a Sarajevo son los que luego promovieron el turismo en zonas de guerra, los “viajes de aventura” a Siria o a Irak, las selfis en campos de refugiados.
El horror como experiencia estética, la guerra como producto exótico.
Espectáculo interactivo
El caso de Sarajevo no es un residuo del pasado: es una anticipación. Hoy, los drones permiten asesinar a miles de kilómetros de distancia; las guerras se transmiten por redes sociales en tiempo real; la frontera entre realidad y videojuego se borra.
El francotirador del “safari humano” ya no necesita viajar: basta con una pantalla y un joystick.
Vivimos en una era en la que la violencia se estetiza, se vuelve viral, se comparte. La distancia emocional entre quien dispara y quien muere es cada vez mayor.
Lo que empezó en las colinas de Sarajevo continúa en Gaza, en Ucrania, en Yemen: la muerte como espectáculo interactivo, parte del flujo global de información.
Sarajevo fue una advertencia ignorada. Mostró que el fascismo puede regresar con nuevos nombres, que el mal no necesita uniformes ni consignas para operar.
Basta con la impunidad y el dinero. Por eso, la memoria de Bosnia no es solo una cuestión del pasado: es un espejo en el que Europa sigue viéndose, aunque prefiera no hacerlo.
El “turista de la muerte” que pagaba por disparar desde una colina no es tan distinto del usuario que consume guerra como contenido digital.
Ambos participan del mismo circuito: la violencia como mercancía, el dolor como entretenimiento, el otro como objeto. Sarajevo no fue solo una tragedia balcánica: fue el inicio de una época en la que la humanidad aprendió a mirar el sufrimiento sin pestañear.
*Analista internacional


























