Donald Trump llegó a Egipto con un objetivo ambicioso: poner fin, de una vez por todas, a dos años de guerra entre Israel y Hamas. Lo hizo acompañado por Abdel Fattah al-Sisi, presidente egipcio, anfitrión de una cumbre inédita que reúne a más de 20 líderes mundiales en Sharm el-Sheij, a orillas del mar Rojo.
Por primera vez en mucho tiempo, Oriente Medio parece detener su espiral de violencia para, al menos, escuchar la palabra “paz” sin cinismo, y al unísono.
El encuentro tiene un aura de acontecimiento histórico. Participan mandatarios europeos, árabes y asiáticos; todos conscientes de que un error podría hacer retroceder años de negociaciones y acabar con miles de vidas.
La ausencia de Israel, de Irán y de Hamas es significativa, pero no terminal. En cierto modo, su no presencia permite a los demás actores tejer un marco de garantías externas, un andamiaje político que podría sostener la frágil tregua alcanzada. Si la historia nos enseñó algo, es que las paces imperfectas siempre son mejores que las guerras totales.
Al-Sisi busca posicionar a Egipto como mediador indispensable en la región, retomando el rol que alguna vez tuvo bajo sus antecesores, Sadat y Mubarak. Qatar, por su parte, continúa como el canal de comunicación más efectivo con Hamas.
Europa, representada por Emanuel Macron, por Giorgia Meloni, por Pedro Sánchez y por Keir Starmer, apoya con pragmatismo: menos por convicción ideológica que por la necesidad de estabilizar su vecindad sur. Y en el centro de esa constelación diplomática aparece Trump, transformado –al menos por un instante– en garante de un orden que parecía irrecuperable.
El escepticismo es comprensible: demasiadas veces la palabra “paz” fue usada como sinónimo de ocupación o sometimiento. Pero, esta vez, el contexto es distinto. Gaza está exhausta, Israel está dividido y la comunidad internacional parece haber comprendido que no hay victoria posible sobre las ruinas.
Como escribió el poeta palestino Mahmoud Darwish, “en esta tierra hay algo por lo que vale la pena vivir”. Trump, que suele moverse entre la grandilocuencia y la intuición política, logra captar el espíritu del momento: declarar el fin de la guerra no la termina, pero puede abrir un umbral simbólico.
Comenzar algo nuevo
Quizás la cumbre de Sharm el-Sheij no logre resolver lo irresoluble. Pero su sola existencia, el hecho de que tantos líderes –de Tayip Erdogan a Guterres, de Abdullah II a Mark Carney– se sienten a hablar de reconstrucción y futuro ya es en sí una señal.
Un respiro en medio de tanto ruido. La paz no suele nacer de los ideales, sino del cansancio. Y en esa fatiga compartida, en esa necesidad común de cerrar una herida, puede encontrarse una oportunidad.
Si algo deja entrever esta cumbre es que, por primera vez en mucho tiempo, la política vuelve a intentar algo que parecía olvidado: reparar.
Hannah Arendt recordaba que “comenzar algo nuevo es el privilegio humano por excelencia”. Tal vez, finalmente, en Sharm el-Sheij, y sin pecar de exceso de optimismo, se rompa un ciclo de violencia que parecía eterno.
El presidente estadounidense dijo desde el principio de su mandato que sueña con ser recordado como un “pacificador”. Su principal objetivo, en un principio, era ponerle fin a la guerra en Ucrania; por ahora, no lo ha logrado. Sin embargo, ahora se ha anotado un éxito que, a priori, parecía aún más difícil.
¿Será Trump, finalmente, el improbable arquitecto de una nueva etapa en Medio Oriente? Es muy temprano, aún, para afirmarlo. Pero incluso los gestos calculados pueden generar consecuencias inesperadas.
En un mundo donde la guerra se volvió rutina y el uso de la fuerza volvió a ser el método más sencillo para resolver conflictos entre estados, el simple hecho de volver a pronunciar la palabra “paz” ya constituye una pequeña victoria.
*Analista internacional