La riqueza natural de Venezuela ha sido, a lo largo de su historia, tanto una bendición como una condena. El país sudamericano, que alberga las mayores reservas probadas de petróleo del mundo y vastos yacimientos de gas, hierro, bauxita y otros minerales estratégicos, vuelve a ocupar el centro de una disputa geopolítica de alto voltaje tras el regreso de Donald Trump a la Casa Blanca. Su retórica agresiva y sus amenazas de fuerza directa reavivan viejos fantasmas y plantean una pregunta incómoda: ¿hasta qué punto los recursos venezolanos explican la renovada ofensiva de Washington?
La relación entre Estados Unidos y Venezuela se forjó, desde comienzos del siglo XX, alrededor del petróleo. Hasta los años ‘30, la economía venezolana dependía del café, pero el descubrimiento y la explotación masiva de hidrocarburos transformaron el país en un actor energético clave. Mientras Estados Unidos expandía su industria automotriz y aumentaba su consumo de combustibles, las petroleras estadounidenses -como Standard Oil, Gulf Oil y Shell- se instalaron con fuerza en Venezuela, controlando buena parte de la producción, la exploración y la perforación.
Para finales de la década de 1920, Washington producía cerca del 60% del petróleo venezolano y ejercía una influencia política decisiva. Durante la Segunda Guerra Mundial, Venezuela se convirtió en el mayor exportador mundial de crudo y en un sostén financiero esencial para los Aliados. Esa interdependencia consolidó una relación asimétrica que perduró durante décadas.
El equilibrio comenzó a resquebrajarse con la llegada de Hugo Chávez al poder en 1999. La Revolución Bolivariana, sustentada en un discurso antiimperialista, buscó romper la histórica dependencia de Washington. Chávez nacionalizó sectores estratégicos -en especial, el petrolero-, fortaleció la estatal Petróleo de Venezuela SA (PDVSA) y estrechó vínculos con países enfrentados a Estados Unidos, como Cuba, Irak y Libia. De tal modo, la petrolera pública pasó a representar cerca del 50% de los ingresos fiscales y alrededor del 80% de las exportaciones, golpeando intereses empresariales estadounidenses y alimentando una hostilidad creciente.
El periodista y analista político Ekbal Zein explica el proceso histórico en una producción multimedia para el canal de televisión satelital panarabista Al Mayadeen.
Herencia de poder y conflicto
El trabajo de Zein plantea que. tras la muerte de Chávez en 2013, Nicolás Maduro heredó tanto el poder como el conflicto. Durante las administraciones de Barack Obama y de Joe Biden -sostiene-, “Washington optó por una estrategia de presión gradual, combinando sanciones con intentos de negociación. Trump, en cambio, rompió con esa lógica desde su primer mandato y adoptó una política de confrontación abierta, cuyo objetivo explícito era el derrocamiento del chavismo”.
En 2019, Estados Unidos reconoció al opositor Juan Guaidó como “presidente interino”, calificó a Maduro de usurpador e intensificó el cerco económico. Esa línea dura se profundizó tras el regreso de Trump al poder en 2025, en paralelo a la controvertida reelección de Maduro para un tercer mandato. La Casa Blanca denunció fraude electoral, canceló el Estatus de Protección Temporal para unos 600 mil venezolanos y escaló las presiones diplomática, económica y militar.
La ofensiva incluyó la designación del Tren de Aragua como organización terrorista extranjera, la cancelación de concesiones petroleras otorgadas durante la administración Biden y la imposición de un arancel del 25% a los países que compren crudo venezolano. En agosto, Trump fue aún más lejos: ofreció una recompensa de hasta U$S 50 millones por la captura de Maduro, a quien calificó de “líder terrorista global”, y reforzó operaciones navales en el Caribe bajo el pretexto del narcotráfico, con amenazas veladas de una intervención que evocan la invasión de Irak en 2003.
Detrás de la narrativa
Detrás del discurso de seguridad y legalidad, muchos analistas observan un interés estructural: la extraordinaria riqueza venezolana. Con cerca de 298 mil millones de barriles de reservas probadas, el petróleo sigue siendo la columna vertebral de la economía del país, aportando cerca del 90% de sus ingresos externos. A ello se suman importantes reservas de gas natural y una infraestructura hidroeléctrica que cubre alrededor del 25% de la demanda eléctrica nacional, con excedentes exportables a Colombia y a Brasil.
El potencial minero refuerza ese atractivo. Venezuela es un productor relevante de hierro y de bauxita, insumos clave para las industrias del acero y del aluminio, favorecidas por energía hidroeléctrica barata. Además, el subsuelo venezolano alberga oro, uranio, níquel, cobre, titanio y diamantes, recursos que, aunque hoy tienen un peso menor en el comercio global, adquieren valor estratégico en un contexto de competencia entre grandes potencias.
Para Washington, Venezuela también representa una pieza simbólica en la disputa ideológica regional. Durante décadas, Estados Unidos ha visto a Caracas como una puerta de entrada para debilitar la llamada “marea rosa” de gobiernos de izquierda en Latinoamérica. Según académicos especializados, la presión sobre Venezuela funciona como advertencia para cualquier país que intente cerrar su economía al capital internacional o desafiar el orden regional tradicional.
En este tablero aparece un actor clave: China. Desde la era Chávez, Beijing se convirtió en el principal destino del petróleo venezolano, comprando más de 260 mil barriles diarios en 2024. Además, profundizó su presencia financiera, comercial y militar en la región, ofreciendo créditos, infraestructura y equipamiento de defensa. Aunque es poco probable que China intervenga militarmente ante una eventual acción estadounidense, su influencia económica podría expandirse aún más si Washington opta por la confrontación.
Así, la escalada impulsada por Trump no sólo redefine la relación bilateral, sino que expone una disputa más amplia por recursos, poder e influencia. La “maldición de los recursos” vuelve a perseguir a Venezuela, atrapada entre su abundancia natural y la presión de potencias que, bajo distintos pretextos, siguen viendo en su riqueza un botín estratégico.


























