Aunque el sacudón electoral en la provincia de Buenos Aires pareció marcar un antes y un después, la economía argentina ya mostraba señales de desgaste mucho antes. El mal clima financiero y las dudas sobre la sostenibilidad del rumbo económico venían acumulándose, incluso mientras el Gobierno exhibía con convicción su apuesta por el superávit fiscal. En un país con larga tradición de indisciplina fiscal, ese compromiso no fue suficiente para disipar la sensación de vulnerabilidad.
Las razones detrás de esta incertidumbre son varias. Para frenar la inflación, además del ajuste fiscal, el Gobierno apeló a una serie de intervenciones cambiantes sobre el mercado cambiario y financiero. En ese intento, por controlar precios a toda costa, se fue perdiendo consistencia en el enfoque general. El resultado fue más confusión en un terreno donde la confianza es clave.
Incluso en los frentes donde hubo avances, como en el orden fiscal, el camino elegido muestra límites. Buena parte del ajuste se apoyó en herramientas difíciles de sostener en el tiempo. Un ejemplo claro es el recorte de la inversión pública, que alivia las cuentas en el corto plazo, pero deja consecuencias estructurales, como el deterioro de la infraestructura. Más complejo aún es el peso de algunos gastos, como el previsional, cuya dinámica es insostenible sin reformas profundas.
En definitiva, lo que ocurrió en la provincia de Buenos Aires no generó la crisis: simplemente aceleró una tensión que ya venía creciendo. La macroeconomía está débil, sin margen para absorber shocks. Y la pregunta que queda sobre la mesa es cómo salir de un equilibrio tan precario.
Medidas de emergencia para ganar tiempo
Por ahora, el Gobierno sigue “sacando conejos de la galera”, acudiendo a medidas de corto plazo para contener la presión sobre el mercado cambiario. Son respuestas que buscan ganar tiempo sin atacar los desequilibrios de fondo.

Primero, eliminó por unas horas las retenciones al agro para apurar la liquidación de divisas. Eso permitió una entrada rápida de dólares —unos U$S 7 mil millones—, pero con un costo fiscal elevado, sin impacto sostenible y dejando señales poco claras hacia adelante.
Después llegó el turno del apoyo externo. El anuncio de respaldo por parte de Estados Unidos, aunque sin detalles concretos, fue contundente como gesto político. Logró calmar brevemente los mercados: bajó el riesgo país, subieron los bonos y se estabilizó el tipo de cambio. Pero el alivio duró poco. Incluso el anuncio de una posible reunión entre Donald Trump y Javier Milei sirvió, momentáneamente, para revertir el malhumor financiero. Pero otra vez, fue un efecto de corto alcance.
Mientras tanto, el calendario corre en contra y la espera hasta el 26 de octubre se hace larga. Esta urgencia llevó al equipo económico a organizar un viaje relámpago para intentar cerrar los términos del acuerdo con Estados Unidos. Al cierre de esta nota, se esperaban nuevos anuncios al respecto.
La gran incógnita es si esto alcanzará. ¿Será suficiente con definir el respaldo estadounidense? ¿O el problema no es sólo cuántos dólares pueden llegar, sino la falta de un ancla clara y duradera que frene la dolarización y el rechazo a la deuda local?
Los dólares no Trump resuelven la política local
El Gobierno atribuye la crisis a la “herencia” y al “riesgo Kuka”. Hay parte de verdad en ese diagnóstico, pero no toda la verdad. Es cierto que la economía argentina volvió a rozar la hiperinflación como consecuencia directa de políticas irresponsables aplicadas por la gestión anterior, especialmente con la participación de Sergio Massa. También es real que una parte de la oposición aún defiende ideas y modelos económicos obsoletos, y que —como lo mostró el resultado en la provincia de Buenos Aires— sigue contando con apoyo relevante.
Pero esos factores no explican todo. El Gobierno, pese a los logros importantes conseguidos en materia fiscal, diseñó una estrategia de desinflación que se apoyó en una política cambiaria y financiera frágil. El atraso cambiario y la falta de acumulación de reservas no fueron accidentes: son consecuencias no deseadas de ese mismo enfoque.
Más grave aún es otro problema que sigue sin abordarse: no alcanza con estabilizar si no se construye un marco sostenible. Y para eso se necesita algo que el Gobierno no supo —o no quiso— construir: capacidad política para acordar, impulsar y sostener reformas.
El punto de partida fue una debilidad legislativa severa. Pero en lugar de asumir esa fragilidad como un dato central a gestionar, la estrategia fue la contraria: ignorarla. En vez de buscar alianzas con sectores de la oposición para construir mayorías mínimas, el Gobierno adoptó posiciones rígidas, muchas veces confrontativas, que terminaron profundizando su aislamiento. El resultado: la oposición más refractaria terminó marcando la agenda legislativa.
Así, no sólo quedaron paralizadas las reformas estructurales que integraban la Agenda de Mayo —reforma tributaria, modernización laboral, rediseño previsional, nuevo esquema de federalismo fiscal—, sino que ni siquiera se pudo preservar el equilibrio fiscal, el principal logro que el oficialismo había conseguido mostrar. Las últimas sesiones en el Congreso son un reflejo claro: no hay avances en las reformas y cada vez hay más dificultades para sostener las metas fiscales.
Por eso aparece una paradoja difícil de explicar puertas afuera: las cuentas públicas siguen formalmente en equilibrio, y el respaldo de Estados Unidos es explícito. Sin embargo, el riesgo país no baja y los mercados siguen dudando de cómo la Argentina enfrentará los vencimientos de deuda del próximo año. La explicación no es técnica, es política: el Gobierno no logra contener a una oposición que amenaza con romper la lógica del orden fiscal.
Los dólares que puedan llegar desde Estados Unidos ayudarán a calmar, por un tiempo, el clima financiero. Pero lo esencial no viene de afuera: lo que se necesita es fortalecer la gestión política. Y eso no se negocia en Washington. De hecho, todo indica que el eventual acuerdo estará atado a cambios en la política cambiaria y financiera. Pero la principal condición ya fue planteada por los propios funcionarios de Trump: la administración Milei tiene que asegurar la gobernabilidad.
(*) Economista, coordinadora de Idesa