El sistema de cobertura para personas con discapacidad funciona atrapado en una estructura burocrática densa, con normas confusas, superposición de organismos y un alto grado de discrecionalidad e ineficiencia. Esta desorganización deja desamparadas a muchas personas que necesitan apoyo, mientras genera costos innecesarios para toda la sociedad.
En este contexto, un sector de la oposición presentó en la Cámara de Diputados un proyecto de ley para declarar la “emergencia nacional en discapacidad” hasta el 31 de diciembre de 2027, acompañado de un conjunto de medidas. Sin embargo, como suele ocurrir ante crisis de este tipo en Argentina, se propone aumentar el gasto público sin abordar cambios estructurales que apunten a resolver los problemas de fondo.
¿Cómo se organiza hoy la cobertura en discapacidad y qué problemas presenta?
El sistema combina dos tipos de prestaciones: monetarias y en especie.
En lo que respecta a las prestaciones monetarias, las personas con empleo formal que quedan incapacitadas pueden acceder a un retiro por invalidez, evaluado por las comisiones médicas de la Superintendencia de Riesgos del Trabajo (SRT), que aplican criterios técnicos estandarizados, como la Tabla de Evaluación de Incapacidades Laborales (Decreto 659/96).
Por su parte, quienes no tienen empleo ni otros ingresos pueden acceder a una pensión no contributiva por discapacidad. Para ello, deben presentar un Certificado Médico Oficial y tramitar el beneficio ante Anses. A diferencia del retiro por invalidez, esta pensión permite mantener un empleo formal, ya sea como asalariado o monotributista.
En lo que va del siglo, la cantidad de pensiones por discapacidad se multiplicó por más de diez: de 76.000 a más de un millón, lo que equivale al 3% de la población total. En algunas provincias llega al 8% y en ciertas localidades, al 40%. Un crecimiento de esta magnitud, sin una guerra, catástrofe o epidemia que lo justifique, ha encendido sospechas de clientelismo y uso político del beneficio.
En cuanto a las prestaciones en especie —que incluyen atención médica especializada, traslados, educación especial, asistencia domiciliaria y adaptación de viviendas— están reguladas por la ley 24.901. Esta norma obliga a obras sociales y prepagas a cubrir un paquete básico de servicios. Cuando no hay cobertura privada, la prestación corre por cuenta del Estado. En todos los casos, para acceder hay que contar con un Certificado Único de Discapacidad (CUD), emitido por la Agencia Nacional de Discapacidad (Andis).
Incorporar estas prestaciones al sistema de seguros de salud supuso extender sus funciones más allá de su diseño original, generando desequilibrios financieros importantes. Para compensarlos, desde 2016 el Fondo Solidario de Redistribución (FSR) reintegra a las obras sociales parte de estos costos. Pero el esquema es ineficiente: prestadores externos facturan directamente al FSR, que opera con controles débiles y fondos escasos.
El desorden, termina afectando en última instancia a los prestadores. El Nomenclador Único de Discapacidad (NUD), que fija los aranceles que deben cobrar, es determinado por el gobierno nacional. Desde diciembre de 2017, su valor real se desplomó: en 2020 era un 37% menor; en 2022, un 23% inferior; y en abril de 2025, ya había caído un 50%. Esta licuación de tarifas genera un deterioro progresivo en el acceso a los servicios, obliga a cobrar copagos y, en última instancia, traslada el costo a las familias.
No alcanza con declarar la emergencia
El sistema de discapacidad repite el patrón del sistema previsional: se otorgan derechos en forma indiscriminada, a través de regímenes especiales y moratorias, y luego se licuan con inflación o manipulación de los mecanismos de ajuste. En discapacidad, esto se traduce en una entrega masiva de CUD sin criterios claros y en la degradación del NUD para contener el gasto. El resultado es una cobertura desigual, desordenada y financieramente insostenible.
Lo que se necesita no son parches ni más voluntarismo, sino reformas de fondo. Primero, establecer un sistema riguroso y profesional para la emisión del CUD, a cargo de las Comisiones Médicas de la SRT, que cuentan con la experiencia y los criterios técnicos adecuados. Segundo, redefinir el rol de la Andis, que debería concentrarse en brindar directamente las prestaciones con financiamiento proveniente de rentas generales, tras una revisión integral del paquete de servicios ofrecidos. El objetivo es garantizar que todas las personas con discapacidad —tengan o no cobertura médica— accedan en igualdad de condiciones a los mismos servicios.
Finalmente, es clave evitar el uso de las pensiones por invalidez como un atajo para otros beneficios sociales. La discapacidad no puede ser el canal para compensar fallas del sistema de asistencia general. Las personas en situación de vulnerabilidad necesitan políticas específicas, pero no a costa de distorsionar un sistema que debe estar orientado a quienes realmente viven con una discapacidad y requieren acompañamiento sostenido del Estado.