Era inevitable. En algún momento tenía que ocurrir. La cuestión era cuándo y cómo. Lo cierto es que el desarme de las Lefi, las letras que absorbieron buena parte de la resaca de la deuda cuasifiscal del Banco Central, ocurrió con sobresaltos.
El Gobierno tuvo que convalidar tasas de interés inesperadas para evitar que ese desborde de pesos terminara llevando al dólar cada vez más cerca del techo de la banda de flotación.
Incluso, el pragmatismo eclipsó aquella promesa de que, si el dólar flota, también lo podían hacer las tasas.
Los sordos ruidos del desarme quedaron solapados al calendario electoral, a punto tal de abrir la puerta a un período de volatilidad que, según entienden los principales operadores del mercado, difícilmente se disipe de aquí hasta las elecciones de medio término, aun cuando en el Gobierno aseguran que sólo se trató de un hecho aislado.
La biblioteca está dividida respecto de la praxis oficial: en la vereda crítica, están quienes cuestionan al ministro Luis Caputo por improvisar; al frente se paran los indulgentes que valoran la muñeca para gestionar el estrés.
En el medio, el Banco Central se esfuerza por demostrar que todo ocurrió de acuerdo a lo planificado. El presidente de la entidad, Santiago Bausili, reconoció que la manera en la que se produjo el desarme de las Lefi causó “una elevada volatilidad”, pero aseguró que se retomó el equilibrio monetario.
Y acerca del costo que implicó eso, afirmó que estaba dentro de los escenarios previstos. Nada dijo, en cambio, sobre el timing, que es la espina a la que apuntan las críticas y que obligó a pactar tasas cercanas al 48% anual para cauterizar pesos por 14 y hasta 91 días.
Como Caputo, eligió culpar a los bancos. Se masculló bronca con la tasa interbancaria de un día (clave para la liquidez), que atravesó una fase de taquicardia y llegó hasta 36% anual. En la sala de emergencias cambiarias también hubo movimientos sobre el mercado de dólar futuro y una compra en bloque de U$S 500 millones.
Inflación y dólar
En Argentina, la regla está escrita con sangre: toda estabilización es cambiaria. Incluso cuando se relativicen los brincos del tipo de cambio oficial, que insiste en aferrarse al mosaico de los $ 1.300, en un entorno sin cultura de flotación y con los ojos en la espalda.
Por la vía paralela, están los datos de inflación: en el segmento minorista, junio quedó en 1,6% promedio nacional, un nivel menor al esperado. La misma suba marcaron los precios mayoristas, pero venían de -0,3% en mayo. Son los que suele seguir el presidente Javier Milei.
Los próximos días seguirán siendo un termómetro para las estrategias defensivas que suelen ignorar la elegancia. Tampoco esta vez ha sido la excepción. Y es que el fin justifica los medios. En el corto plazo, la estabilidad tiene un hijo por alimentar, que es la chance del oficialismo de aumentar su cantidad de bancas en el Congreso.
Ese es el vector que orienta las variables que suelen ser muy sensibles para el humor de los bolsillos, incluso cuando la recuperación de la economía transite todavía por las serranías de la heterogeneidad.
Sea cual fuere el resultado de las elecciones legislativas, otro pliegue vendrá después. Y es que la mayoría de las personas cuyas decisiones tienen peso en la dinámica económica espera que se abra una nueva fase en la que puedan germinar las famosas reformas estructurales que definan una nueva hoja de ruta para los impuestos, las regulaciones laborales y el universo previsional.