VILLA CALETA, Panamá (AP) — El rostro del presidente de Estados Unidos, Donald Trump, aparece en la pantalla plana del televisor que Luis Olea compró con el dinero que ganó transportando migrantes a través de la remota selva panameña durante una ola migratoria sin precedentes.
El Tapón del Darién, un tramo de selva tropical casi impenetrable a lo largo de la frontera con Colombia, se transformó en una autopista de migración en los últimos años, a medida que más de 1,2 millones de personas de todo el mundo viajaban hacia el norte, hacia Estados Unidos.
Generaron un auge económico en zonas que están a horas, o incluso días, de las ciudades o de la señal de telefonía móvil. Los migrantes pagaban por trayectos en bote, ropa, comida y agua después de agotadoras y a menudo letales caminatas.
Con ese estallido de riqueza, muchos en pueblos como Villa Caleta, donde vive Olea, en las tierras indígenas de la Comarca, abandonaron sus cultivos de plátano y arroz para trasladar a los migrantes por los serpenteantes ríos.
Olea instaló electricidad en su casa de madera de una sola habitación en el corazón de la selva. Las familias invirtieron en la educación de sus hijos. La gente construyó casas y vidas más esperanzadoras.
Entonces, el dinero desapareció. Cuando Trump regresó a la Casa Blanca en enero y redujo el acceso al asilo en Estados Unidos, la migración a través del Tapón del Darién prácticamente desapareció. La nueva economía se desplomó y los residentes que dependían de ella buscaron desesperadamente opciones.
“Antes vivíamos de la migración”, dijo Olea, de 63 años. “Ahora quedamos en cero”.
La migración a través del Tapón del Darién se disparó alrededor de 2021, cuando quienes huían de crisis económicas, guerras y gobiernos represivos se atrevían cada vez más a emprender el viaje de varios días.
Mientras los grupos criminales se enriquecían controlando las rutas migratorias y extorsionando a personas vulnerables, el movimiento masivo también inyectó dinero en regiones históricamente subdesarrolladas, señaló Manuel Orozco, director del programa de migración, remesas y desarrollo de Diálogo Interamericano.
“Se convirtió en una oportunidad de negocio para mucha gente”, afirmó. “Es como si hubieras descubierto una mina de oro, pero una vez que se agota... o te vas de la zona y te vas a la ciudad o te quedas viviendo en la pobreza”.
Olea, como muchos otros en la Comarca, sobrevivía cultivando plátanos en la selva junto a Villa Caleta, cerca del río Turquesa, que fluye cerca de la frontera con Colombia.
Pero cuando los migrantes comenzaron a moverse por la región, él y otros invirtieron en botes para recoger gente en el pueblo de Bajo Chiquito, a donde los migrantes llegaban después de su brutal travesía.
Los pilotos de los botes, conocidos como lancheros, trasladaban a los migrantes a un puerto, Lajas Blancas, desde donde tomaban autobuses hacia el norte.
Algunos como Olea ganaban hasta 300 dólares al día, muy por encima de los 150 dólares mensuales que solían sacar con los cultivos. La actividad se volvió tan lucrativa que los pueblos a lo largo del río alcanzaron un acuerdo para turnarse en el transporte de los migrantes, de modo que cada comunidad tuviera su parte.
Olea instaló paneles solares en su tejado de hojalata. Elevó la vivienda para proteger sus pertenencias de las inundaciones y compró una bomba de agua y un televisor. Ahora ve como Trump habla sobre aranceles en CNN en Español.
El dinero lo conectó a él y a las comunidades del Darién con el mundo de una manera que no existía antes.
Mientras algunos residentes ahorraron su dinero, muchos más quedaron aturdidos por la abrupta caída de la migración, afirmó Cholino de Gracia, un líder comunitario.
“La cosa grave es que nos está afectado en la alimentación, porque sin recursos económicos ni un supermercado aqui, ¿qué van a comprar?“, manifestó.
Olea ha comenzado a cultivar plátanos de nuevo, pero dijo que tomará al menos nueve meses que produzcan algo. Podría vender el bote, que ahora no usa, pero admitió: ”¿Quién lo va a comprar? Ya no hay mercado”.
Pedro Chami, de 56 años y que también se dedicó a pilotar una embarcación, abandonó sus cultivos. Ahora talla bandejas de madera sentado en el exterior de su casa. Espera probar suerte buscando oro en la arena del río.
“Estoy labrando en esto para ver si se mejore, para encontrar algo para la comida”, dijo. “Antes tenía mis 200 (dólares) al día, no fallaba. Pero ahora no tengo ni un centavo”.
En el apogeo de la ola migratoria, las autoridades panameñas estimaban que entre 2.500 y 3.000 personas cruzaban a diario el Tapón del Darién. Ahora, se calcula que lo hacen alrededor de diez semanalmente.
Muchos más migrantes, principalmente venezolanos, han comenzado a viajar hacia el sur a lo largo de la costa caribeña de Panamá en un “flujo inverso” de regreso a casa.
El Clan del Golfo, el grupo criminal que se benefició de la migración hacia el norte, explora ahora la costa para ver si puede ganar dinero con los que van en la otra dirección, señaló Elizabeth Dickinson, analista senior del International Crisis Group.
Lajas Blancas, el puerto fluvial donde los botes dejaban a los migrantes después de su travesía por la selva, se ha transformado. Antes estaba lleno de multitudes que recorrían los puestos que vendían comida, tarjetas SIM, mantas y acceso a cargadores portátiles para los celulares.
Ahora el puerto y el campamento improvisado de migrantes son un pueblo fantasma, con carteles que anuncian “ropa americana” escritos en rojo, blanco y azul.
La familia de Zobeida Concepción, que vive en su tierra, es una de las tres que no han abandonado Lajas Blancas. La mujer, de 55 años, contó que la mayoría de los que vendían productos a los migrantes empacaron sus cosas y se marcharon a la Ciudad de Panamá en busca de trabajo.
“Cuando Donald Trump ganó, esto paró bien pesado”, afirmó.
La familia de Concepción vendía agua, refrescos y bocadillos e incluso abrió temporalmente un restaurante. Con las ganancias, compró una cama nueva, una lavadora, un refrigerador y tres grandes congeladores para almacenar los productos que vendía a los migrantes. Hasta comenzó a construir una casa con su esposo.
Ahora no está segura de lo que hará, pero tiene algunos ahorros. También se quedará con los congeladores.
“Los tengo ahí de reserva para cualquier cosa después”, dijo pensando en futuros gobiernos en la Casa Blanca. “Apenas entre otro gobierno, nunca sabes qué oportunidades habrá”.
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Esta historia fue traducida del inglés por un editor de AP con la ayuda de una herramienta de inteligencia artificial generativa.