CIUDAD DE MÉXICO (AP) — El maestro Leo Krämer no necesita tocar un órgano para escuchar su música. Tras seis décadas dedicado a este instrumento, el mero hecho de leer una partitura le permite sentir el sonido.
“Por eso se llama órgano”, dijo en una entrevista reciente. “Porque está vivo”.
El director y organista alemán de 81 años se presentó a principios de marzo en la catedral de Ciudad de México, donde acaba de inaugurarse una temporada de conciertos de música sacra.
Los siguientes eventos serán anunciados periódicamente a través de las redes sociales de la Arquidiócesis. A lo largo de 2025, participarán músicos, directores y coros que ofrecerán un concierto mensual y se espera que Krämer regrese para la clausura en diciembre.
“Nuestro objetivo es posicionar a la catedral como un centro donde podamos alabar a Dios pero también transmitir el gusto por la buena música”, dijo Arturo Hernández, del comité organizador del evento, durante una conferencia de prensa. “Dentro de estos muros podemos encontrar una maravillosa manifestación de arte —obras pictóricas, esculturas—, pero a veces pasa de largo la expresión musical”.
No para Krämer, por supuesto. Visitó México por primera vez en los años 80, cuando ofreció un concierto en el mismo templo católico y ahora se dice emocionado de hacer rugir sus órganos nuevamente.
“Cada órgano representa la cultura de una nacionalidad”, dijo. “Puede que sea un mismo instrumento, pero es tremendamente variable dependiendo de donde sea”.
En Alemania, donde vive, el momento más álgido de la música organista emergió con Johann Sebastian Bach durante el período barroco. Mientras que en México, donde las tierras indígenas fueron conquistadas en 1521, las composiciones para el instrumento surgieron por herencia española.
“Para un músico europeo como yo, entrar a un espacio tan grandioso como esta catedral y tener la posibilidad de escuchar y hacer sonar estos instrumentos históricos es fascinante”.
De acuerdo con el historiador Kevin Valdez, la catedral misma es especial porque no tiene uno, sino dos órganos —un mexicano y uno español— y ambos sobrevivieron a un incendio en 1967.
Los dos titanes de madera descansan sobre el coro, viéndose frente a frente como dos gemelos del siglo XVIII. Sus dimensiones varían ligeramente —el español es más alto— pero juntos poseen más de 6.000 flautas capaces de producir miles de variaciones sonoras.
Desde su construcción, ha habido varios compositores que han creado música expresamente para ser tocada en ellos. A la fecha, ese archivo es salvaguardado por personal de la catedral y músicos como Krämer lo admiran profundamente.
La manera en la que un organista se prepara para un concierto es única. A diferencia de un violinista o trompetista, que poseen instrumentos propios, Krämer se topa con órganos únicos cada vez que cambia de recinto.
Esa fase de reconocimiento arranca días antes de cada presentación. Krämer sube las escaleras y encuentra su órgano, se sienta en el espacio diminuto en el que músicos solitarios como él recrean las obras de los grandes maestros y deja que sus dedos bailen por las teclas.
“Una vez que he reconocido el órgano, lo que acústicamente siento con cada uno, decido cuál es la música que voy a tocar”, explicó. “Todo depende de las capacidades acústicas del instrumento y del espacio”.
Su fascinación por la música le viene de la infancia. En Püttlingen, donde nació, sus padres eran cantantes amateurs.
Antes de ir a la escuela, recordó, escuchaba cantar a su madre mientras le preparaba el almuerzo. Y otros días, cuando su papá lo invitaba a los ensayos que realizaba con el coro al que pertenecía, Krämer se sentía en el cielo.
“Mis primeros recuerdos no son de cuando aprendí a leer o a escribir”, dijo. “Mis primeros recuerdos son estar en la iglesia escuchando música y sentirme fascinado por el sonido de los órganos”.
Desde entonces no necesitó más. A los 11 años, sintiendo la caricia del sonido que viajaba desde lo alto de los templos, decidió convertirse en músico y llenar otros espacios sagrados con la voz del instrumento.
Podría parecer que el suyo es un trabajo solitario. Krämer toca prácticamente aislado, escoltado por dos asistentes que regulan las perillas laterales que determinan el sonido de las flautas, pero él dice que jamás se siente alejado de su público.
“Absolutamente siento el contacto”, dijo. “Es energía, es conexión. La música es como una calle que estableces hacia el público. Es un regalo de Dios a la humanidad”.
Durante su último concierto en la catedral mexicana, Krämer alternó entre órganos y, cuando la música cesó, el aire se llenó de aplausos.
Saira de la Torre, una soprano que se encontraba entre los asistentes, dijo sentirse sumamente conmovida ante la oportunidad de “observar tan de cerca” a un músico así de sensible y de sentir un instrumento tan majestuoso como el órgano.
“Los momentos que más conmueven son los de más sencillez”, expresó. “Me pareció increíble, me tocó el alma”.
Óscar Ramírez, un arquitecto, se mostró impresionado por la manera en la que el órgano llenaba el templo. “El sonido se disipaba por muchos lugares. Sentías de un lado una cosa, y de otro, otra”, afirmó. “Sólo puede escucharse de esa forma en este espacio”.
El repertorio de Krämer incluyó obras de Bach, del compositor italiano Ignacio de Jerusalem y piezas del archivo de la catedral, como la “Misa Ferial a 4” del español Hernando Franco. Adicionalmente, al inicio y al final, Krämer improvisó y, sin partituras, la música brotó de sus manos.
Verónica Barrios asistió al concierto sola y se quedó unos minutos en silencio luego de que Krämer se perdiera en la penumbra tras el coro.
“Aquí no nada más se viene a hacer oración,” dijo. “Ésta es música que nos acerca a Dios.”
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