Corría 2005. El diario La Nación publicó una carta de lectores mía titulada “Terror en Londres”, que ambicionaba explicar el fenómeno del terrorismo y los atentados acaecidos en la capital del Reino Unido. Por entonces, el diario publicaba el correo electrónico de los autores de las notas para fomentar el intercambio epistolar entre lectores y escritores. WhatsApp no existía y los teléfonos celulares no tenían vinculación con la bandeja de entrada del correo electrónico; ergo, no emitían ninguna alerta ante la llegada de un nuevo mensaje.
Recuerdo que ese día yo estaba viajando. Llegué a destino a las 22. Cené y, como un ejercicio de rutina, ingresé a mi computadora para leer los correos recibidos. Me encontré con muchos remitentes desconocidos. De repente, observé que un e-mail decía en el asunto: “De parte de Bernardo Neustadt”. Lo abrí y leí un texto impecable, escrito por unas manos que conocían muy bien el oficio de coser letras con tinta.
Invitación especial
Era Bernardo Neustadt, el conductor del emblemático programa político Tiempo nuevo. Había leído la nota, le había interesado la precisión conceptual esgrimida para analizar el flagelo del terrorismo, me invitaba a su programa y me dejaba un número de teléfono para que lo contactara. Y aclaraba, en negrita, que iba a estar esperando mi llamado.
Miré mi reloj: las agujas marcaban las 23:59. El horario me parecía inapropiado para ejecutar un llamado telefónico, pero recordé que Neustadt siempre se jactaba de que dormía cuatro horas por día. Lo llamé conjeturando que me mandaría a freír churros.
El teléfono sonó apenas dos veces. Atendió una persona muy formal, quien me expresó que “el señor Bernardo” había estado esperando mi llamado todo el día y que se había acostado recientemente. No obstante, le había dicho que si yo llamaba, lo despertara. Tras escuchar esto, le solicité que lo dejara descansar, al tiempo que le prometía que al día siguiente lo volvería a llamar.
Mi propuesta no convenció a mi interlocutor, quien fue hasta el dormitorio de Bernardo e intentó despertarlo (sin éxito). Ante esto, me dijo que tuviera mi celular cerca porque Bernardo me llamaría bien temprano. Nunca pensé que mi teléfono sonaría a las 5:35 y que la voz que interrumpiría mi sueño sería la de Bernardo Neustadt.
“Buen día, Iván, soy Bernardo Neustadt; imagino me sabrá disculpar si lo desperté”, comenzó diciendo. “No tengo nada que disculpar, justo terminaba de desayunar”, le respondí, tratando de disimular mi voz de dormido.
Tras ponderar minuciosamente algunos fragmentos de mi nota sobre los atentados terroristas en suelo británico, me invitó a su programa Nuevo tiempo para conversar sobre este tema. Cuando escuché el nombre del nuevo ciclo televisivo que conducía, advertí que era parecido al programa político que lograba picos de rating a finales de los años 1980, cuya cortina musical era “Fuga y misterio”, de Astor Piazzolla. De inmediato vino a mi mente la frase de un canillita de barrio Alberdi, de la ciudad de Córdoba: “El orden de los faroles no altera el alumbrado”.
Acordamos día y horario. Ocho amaneceres después, viajé a Buenos Aires. El programa se grababa en un estudio en el barrio de Palermo. Bernardo me dejó para el final. Previamente, estuvieron Juan Bautista Yofre y otros invitados.
Cuando llegó mi turno, me consultó por el terrorismo. Le comenté que el objetivo del terrorismo es indirecto y también hablamos sobre las falencias del derecho internacional para evitar muertes de civiles inocentes. Bernardo cerró ese programa leyendo una carta muy triste sobre los niños, con música de fondo que atizaba la angustia. Al final, miró a la cámara y lanzó: “Esto lo escribí cuando soñé con tener un hijo. Buenas noches”. La congoja copó todo el estudio.
Después del programa, Bernardo me invitó a una reunión que se llevaría a cabo en su casa, a la que acudirían profesionales argentinos y del exterior, de entre 24 y 40 años, formados en ciencia política y relaciones internacionales.
Paso por Córdoba
Tras estos encuentros, surgieron tres ideas: a) me motivó a escribir mi primer libro y me prometió prologarlo; b) me recomendó con una distinguida carta en una Universidad de Estados Unidos (donde luego fui becario en dos oportunidades), y c) me solicitó que organizara una conferencia que él dictaría en Córdoba, ad honorem.
Organicé el evento con el Instituto Saber. Me reuní con su director, Javier Basanta Chao, con quien ultimamos los detalles. La conferencia versaría sobre los cambios que estaban sufriendo el periodismo y la sociedad. Bernardo aterrizó en Córdoba varias horas antes de su disertación. Estaba contento, con una ansiedad análoga a la de un goleador experimentado que llega a un nuevo club y quiere demostrar sus virtudes. Se hospedó en el Amerian Córdoba Hotel.
Lo pasé a buscar por el hotel. Conversamos un rato y me dijo que quería ir caminando al Hotel NH, donde tendría lugar la conferencia. Había manifestaciones en varias cuadras. En honor a la verdad, debo decir que varias personas que trabajaban en la zona salieron a la vereda a estrechar su mano.
Llegamos al lugar, ejecutó su disertación a sala llena, logró empatizar con el público y parecía desear que el tiempo se congelara. Se lo veía feliz. Provocaba la participación del público. Estaba más interesado en escuchar voces ajenas que en brindar opiniones. No faltaron sus memorables frases: “Y usted ¿qué piensa?”, “No me dejen solo”, “¿Qué opina doña Rosa?” y “Lo dejamos ahí”.
Un postre extraño
Luego compartimos una comida en el restaurante Rancho Viejo, cerca de Tribunales Federales. Optó por un bife de chorizo, ensalada y agua mineral. Cuando llegó la hora del postre, el mozo y yo le sugerimos que escogiera el postre de la casa: flan con menta. El nombre no lo sedujo en absoluto. Frunció sus cejas, para expresar desaprobación.
Seguramente imaginó que esa combinación de sabores no le aportaría ningún placer a su paladar. Pronto la negación le cedió su lugar a la duda, y posteriormente aceptó la sugerencia. Esperó su postre convencido de que estaba cometiendo un error garrafal. Cuando el mozo apoyó el plato sobre la mesa, Bernardo contempló en silencio la fisonomía del flan y decidió emprender su aventura gastronómica.
Miró fijamente el flan con menta. Lo hizo con intensidad durante un tiempo prolongado y luego tomó una cuchara y la dirigió, sin titubear, hacia el corazón del postre para confirmar que no era de su agrado. Tras saborear el primer bocado, el placer se apoderó de su rostro y comprobó que saltar al vacío a veces tiene recompensa. Tras agradecernos varias veces la recomendación culinaria, nos retiramos del lugar.
Dos días después, su productora me llamó con cierta vergüenza para pedirme si le podía conseguir la receta del famoso flan con menta cordobés, argumentando que Neustadt había quedado hipnotizado con él.
Cuando corté, llamé al restaurante y le comenté a mi interlocutora la apremiante situación. La primera conclusión compartida fue que el flan con menta había trascendido las fronteras provinciales. La autora de la obra de arte gastronómica quedó estupefacta con mi relato sobre el anhelo de Bernardo. Me dijo que nunca habían recibido solicitudes semejantes, pero que era un halago para el restaurante.
Acto seguido me brindó la fórmula de la felicidad. Para mí, tomar nota de los ingredientes fue como entender arameo. Luego envié la receta a Buenos Aires. Veinticuatro horas después, mi teléfono volvió a recibir un llamado con característica de Capital Federal.
Era Pía, la productora de Bernardo, quien me confesó que habían recibido correctamente el listado de componentes del postre, pero que nadie sabía qué cantidades llevaba de cada elemento. Volví a llamar a Rancho Viejo. El personal de la cocina me dictó gentilmente las proporciones de cada ingrediente. Por un momento, yo creí estar escribiendo la fórmula de la Coca Cola.
Meses más tarde, Bernardo me confesó que, desde su visita a Córdoba, el flan con menta se había convertido en su aliado inseparable, lo que dejaba en evidencia que ambos habían andado sin buscarse, pero sabiendo que andando se encontrarían.
* Docente universitario y consultor político