La cantidad de indicios probatorios que tiene la "macrocausa de los cuadernos” causa rubor.
La semana pasada se abrieron las comparecencias telemáticas y todos pudimos ver cómo los acusados esquivaban como podían la cámara que los enmarcaba, en un humillante mosaico de la corrupción.
El tamaño de la causa es mastodóntico: más de 100 imputados (incluidos los arrepentidos), entre ellos un nutrido grupo de funcionarios, de empresarios y la cúpula del poder en esos años de coimas desinhibidas.
Sean cuales sean en el futuro las condenas, el juicio será, con permiso del juicio a las Juntas militares, el más importante en estos más de 40 años de democracia. Se quiera o no, será un nuevo rito de paso para avanzar en la madurez democrática.
Evidentemente, las condenas no las dictaremos nosotros, sino la Justicia una vez que la causa sea vista para sentencia.

No obstante, somos libres de comunicar una sincera y profunda repugnancia ante todo este asunto.
De buen seguro, la Justicia entenderá que las bolsas de dinero que iban y venían por la capital bonaerense han llenado los bolsillos de unos, y vaciado la democracia de todos.
Sólo una condena justa podrá aliviar el daño. En la mira no está únicamente Cristina Fernández de Kirchner, la expresidenta de la República; también está el modelo de funcionamiento de toda una casta gobernante que tan fácilmente confundió el control del Estado con la posesión de este.
Anatomía de la corrupción
Corrupciones hay muchas: las hay sistémicas, judiciales, políticas… Y también existe la que hace más daño, la base de todas ellas: la corrupción ciudadana del día a día –esa viveza criolla–.
Es la de aquella mamá que le dice a su hija que robe un buzo de la escuela porque a ella también se lo robaron. Tonto quien robe el último. Lamentablemente, en Argentina tenemos todos los tipos de corrupción.
No sabemos si robaban los buzos de otros cuando eran pequeños, pero a los acusados se les acusa ahora de asociación ilícita, cohecho pasivo y activo y admisión de dádivas, con énfasis en el direccionamiento de obras públicas.
Tristemente, la práctica es recurrente, pero la escala es monstruosa. Y no sólo son bolsas de dinero en helicópteros de la República; también son las coimas de los empresarios que intentaron evitar el juicio a toda costa. Aquí no hay corrupto sin corruptor.
No es extraño que Transparencia Internacional, ONG con sede en Berlín, otorgue a la Argentina un pésimo puntaje en el Índice de Percepción de Corrupción.
Los datos de 2024 dan al país 37 puntos sobre 100 (donde cero es el máximo nivel de corrupción y 100, un país utópico sin apenas niveles de corrupción).
Para situarnos: Argentina está por debajo del promedio global, ubicado en 43 puntos; y la media del Cono Sur se sitúa en 42 puntos, uno por debajo de la media.
Destaca, en positivo, Uruguay, capaz de arrojar un índice de 76 puntos, el decimoséptimo país menos corrupto del mundo. Con los datos de la Banda Oriental en mano, las hipótesis neomarxistas de un desarrollo sesgado por la colonización se desmoronan.
En el otro extremo, encontramos a Venezuela, donde la revolución bolivariana continúa hundiendo el país en el lodo de la corrupción.
El país caribeño obtiene, empatado con Haití, el bronce de los países más corruptos del mundo, con sólo 10 puntos de 100. Apenas Sudán del Sur y Somalia –un país acéfalo, sin Estado– la superan.
Corrupción y capitalismo
Transparencia Internacional define la corrupción como “el abuso del poder público para el beneficio privado”.
Los antropólogos lo tienen claro: en determinados ambientes, el hombre no es per se corrupto. No lo acostumbra a ser en comunidades pequeñas y estables, donde quien ostenta el poder económico, político y religioso no puede hacer otra cosa que devolver a la comunidad gran parte de la riqueza que obtiene a través del estatus que ostenta.
Un rey africano clásico tiene esa ligazón respecto de su comunidad. No se puede quitar sin dar algo a cambio. En Occidente, todas las sociedades que transitaron la industrialización del siglo XIX lanzaron serias admoniciones sobre un mundo futuro que abandonaba la solidaridad primaria de la comunidad.
En Argentina no se me ocurre mejor ejemplo que esos “hermanos sean unidos, porque esa es la ley primera” de José Hernández en su Martín Fierro.
Por el contrario, las sociedades modernas sí son, en esencia, un topos abonado a sufrir el azote de la corrupción, porque los lazos comunitarios que unen las partes se han desdibujado fruto del exceso de individualismo.
El mundo de ahora está repleto de personajes dickensianos que participan del derrumbe moral de la sociedad.
El economista Branko Milanovic, especialista en el estudio de la inequidad global, nos recuerda que hoy en día incluso el rol clásico de la familia, herramienta primaria de socialización y formada por características ajenas al sistema de valores del capitalismo, está prácticamente hecho jirones. Hay muchos Oliver Twist en el mundo.
Los analistas modernos del capitalismo añaden, por su parte, que es bien fácil argüir que la corrupción es consustancial al capitalismo.
Una gran mayoría de académicos coinciden en que la corrupción no es un accidente del capitalismo, sino un síntoma de sus dinámicas centrales: de la priorización de la acumulación de capital sobre el bien común, de la desigualdad inherente y de la captura del Estado por agentes privados (lo que en argot se llama “crony capitalism”).
En definitiva, la corrupción son las manchas de aceite que nos deja el capitalismo en la cochera; la única opción segura es no tener ningún vehículo, algo por el momento utópico.
Milanovic, autor de Capitalism Alone, asegura que el capitalismo es histórico y por lo tanto no es “natural”. Asegura que, aunque no haya alternativas viables hoy en día, no significa que deba ser un sistema eterno.
Este economista serbio nos dice, no obstante, que estamos muy lejos de su desaparición. Milanovic asegura que las plutocracias globales no ayudan a rebajar la corrupción, pero estas se podrían regular de manera externa si es que hubiera realmente decisión para ello.
No la hay; por eso en Brasil se malogró la selva con una autopista para hacer la Conferencia de las Naciones Unidas sobre el cambio climático.
Por otra parte, se puede dar que el Capital controle absolutamente el Estado. Tanto Thomas Piketty (autor de El capital en el siglo 21) como Milanovic opinan que, sin límites legales, los ricos acaban comprando abiertamente las leyes, anulando siglos de luchas democráticas.
Ahora bien, no todos los capitalismos son igual de corruptos. Daron Acemoglu (autor de Por qué fracasan los países) opina que las instituciones “inclusivas”, como las de Dinamarca, se alejan de los resultados de las instituciones “extractivas”, como las de Venezuela.
Los índices de percepción de corrupción así lo corroboran, puesto que Dinamarca es el país menos corrupto, al situarse en un índice de 90 sobre 100.
Por su parte, el laureado Joseph Stiglitz y el economista coreano Ha-Joon Chang opinan que la corrupción legalizada es la más peligrosa de todas.
La “corrupción con corbata” —el lobbying— daña irremediablemente la democracia.
¿Nos podemos extrañar realmente de que, según Forbes, Donald Trump haya duplicado su fortuna a lo largo de su presidencia?
La corrupción diaria que se debe desterrar
La corrupción siempre será tentadora para cualquier individuo en cualquier lugar del planeta.
Sociólogos y antropólogos aseguran que sólo el poso moral de una sociedad es lo que puede frenar los naturales impulsos que tientan al individuo a un enriquecimiento ilícito que proviene de lo público.
Determinados países gozan de este poso cultural e ideológico que frena y limita la corrupción.
China, por ejemplo, tiene como corriente subterránea un confucianismo que sitúa siempre al clan y al grupo en una situación preeminente respecto del individuo.
Las recurrentes purgas de corruptos dentro de las filas del Partido Comunista Chino son necesarias para que su capitalismo de Estado no friccione de forma paródica con el comunismo doctrinario.
Si entendemos la corrupción como el control preeminente del Estado sobre la economía, en China el monopolio de la corrupción sólo lo puede tener el Partido.
En los países escandinavos y germanos, flota todavía un protestantismo que alaba la meritocracia y la redistribución.
No obstante, en Europa esas corrientes subterráneas se han enlentecido. Su peso real como contrapeso a la mercantilización de absolutamente todo se diluye. En Suecia, cuna de la socialdemocracia moderna –fruto de haber sido territorio fronterizo entre el capitalismo y el comunismo– se observa un aumento de la inequidad que difiere en mucho de aquellos valores idílicos que hubo en épocas como las de Olof Palme.
En Argentina hay que tener una ética de hierro para no contaminarse de un país donde el poso cultural se sitúa entre la picaresca hispana y la omertà italiana.
Ser un espíritu noble en este país requiere un esfuerzo titánico y de una fe ciega en un futuro que pueda doblegar y revertir las herencias recibidas. Hace falta tener fe en unos nuevos Sarmiento.
¿Hay esperanza?
Cualquier observador argentino mínimamente templado debería indignarse por las actitudes extractivas de su propia clase política.
La fiscal Fabiana León fue tajante respecto de la “causa de los cuadernos”: “No hay precio que se pueda poner al daño institucional que se ha causado”. Sorprende, no obstante, la excesiva cantidad de personas que, lejos de condenar a la expresidenta, vitorean su nombre.
Duele ver cómo se cacarean las mismas consignas victimistas y se abrazan, como borrachos a una farola, a cualquier teoría de la conspiración.
Uno se pregunta seriamente por las causas de ese ver la paja en el ojo ajeno pero no en el propio. Desde la izquierda, siempre se ha dicho que la corrupción es consustancial al capitalismo.
Debe ser, entonces, que la Argentina relatada por Oscar Centeno, autor de los cuadernos, es una de las variantes más abyectas.
¿Realmente podremos salir de ese largo ciclo de corrupción? Habrá espacio para la esperanza sólo si cada uno de nosotros se pone una capa de héroe y deja de tolerarla en su espacio público –y también privado–. Vistas las relaciones cotidianas de todos nosotros, hay mucho margen de mejora.
Historiador y docente
























