En la vasta red del tejido social contemporáneo, el fenómeno del teléfono celular se manifiesta como una constante ineludible. En especial los jóvenes, quienes se han convertido en los nuevos héroes de la digitalidad, portan en sus manos artefactos que actúan como puentes y murallas.
La Organización Mundial de la Salud (OMS) en 2020 nos ofrecía un dato que aún resuena como un eco perturbador: un 90% de los jóvenes de entre 15 y 24 años ya poseen un dispositivo móvil.
Esta estadística, proyectada hacia el presente, nos invita a reflexionar sobre las profundas implicaciones de esa omnipresencia.
Pantallas, salud y educación
La producción internacional de conocimiento sobre el tema observa una correlación inquietante entre la prolongada interacción con las pantallas, la exposición continua a las redes sociales y ciertas afectaciones importantes a la salud.
El ámbito educativo tiene la opción de enfrentar este fenómeno mediante la integración de los dispositivos móviles al tablero de herramientas pedagógicas.
El objetivo es fomentar un entorno de aprendizaje dinámico y atractivo que presente a los jóvenes nuevos usos y sentidos. Siempre con la debida supervisión: la brújula que orienta la vida en un océano de datos corre el riesgo de convertirse en una cadena que ancle a la superficie.
También se afirma que, desde el inicio de la etapa de furor de las plataformas virtuales, los jóvenes que emplean sus teléfonos durante la noche muestran ser más propensos a sufrir insomnio.
Las pantallas, como faros que nunca se apagan, deslumbran y alteran el sueño reparador.
En un entorno educativo bien diseñado y con compromisos efectivamente asumidos por padres, docentes y estudiantes, los celulares podrían ampliar el abanico de las acciones habituales fuera del aula con otras nuevas, como acceder a recursos de estudio y a técnicas colaborativas de aprendizaje activo.
Mecanismos de escape
Merece atención también el ciberacoso, otro factor que agrava la relaciones entre los jóvenes que lo experimentan.
Del marco de evidencias sobre el fenómeno surge una inquietante conclusión: la dependencia del celular y el “temor a perderse algo” (Fomo, por sus siglas en inglés), es decir, la imperiosa necesidad de conexión puede forjar un ciclo vicioso y de pesadumbre.
Estudios señalan que la exposición constante a las vidas “perfectas” de otros tiene serias posibilidades de incubar sentimientos de insuficiencia o baja autoestima.
Con proyectos y actividades grupales que utilicen estas mismas herramientas es factible pensar en la edificación de comunidades de apoyo. Pensemos en que, frente a esos padecimientos, los teléfonos tienden a funcionar como un mecanismo de escape.
Zonas liberadas de tecnología
Aunque el imaginario colectivo suele identificar los dispositivos móviles como facilitadores de la comunicación social, la literatura especializada encuentra consenso en que el uso desmedido deteriora la calidad de las interacciones cara a cara.
El trabajo educativo con niños y jóvenes, en un esquema de zonas “liberadas de tecnología”, surge como un salvoconducto. Busca promover interacciones más ricas y significativas, cuando del diagnóstico se desprende que las interacciones virtuales no logran sustituir completamente las conexiones personales y afectan el proceso de socialización, de adopción de las reglas para moverse normalmente en el mundo tangible de las personas.
Cada uno de nosotros es tanto el arquitecto como el guardián de su propia experiencia digital.
Es imperativo recordar que, aunque los dispositivos pueden ampliar nuestro alcance, la verdadera conexión se encuentra en el arte de estar presentes, en la celebración de lo palpable y en el cultivo de relaciones que, como los grandes textos, se vuelven memorables a través de su profundidad y su significado.
* Director del Instituto de Ciencias Sociales (Insod) de Uade