Hay momentos en los que un hecho cultural aparentemente menor revela algo mucho más profundo. Que un streaming del Conicet, que durante días transmitió en vivo la exploración del fondo marino argentino, haya ganado un Martín Fierro no es sólo una anécdota simpática ni una rareza de redes sociales. Es un síntoma. Un síntoma potente de que existe en la sociedad argentina una fascinación genuina por la ciencia, por el conocimiento, por la posibilidad de comprender lo que somos y el territorio que habitamos.
Durante años se repitió, casi como un mantra, que “la ciencia no le interesa a nadie”, que “no rinde políticamente”, que “no conecta con la gente”. Sin embargo, millones de personas se quedaron mirando una pantalla donde no había gritos, ni escándalos, ni golpes bajos.
Había científicos y científicas trabajando, explicando con pasión y sencillez qué estaban viendo a cientos o miles de metros de profundidad. Vida desconocida. Paisajes invisibles. Patrimonio natural argentino.
Ese Martín Fierro no premia sólo un formato innovador. Premia algo más incómodo: demuestra que cuando la ciencia se comunica bien, cuando se abre, cuando deja de hablarse únicamente a sí misma, la sociedad responde. Y responde con entusiasmo.
La pregunta inevitable es qué hacemos como país con ese entusiasmo.
Porque no alcanza con celebrar el premio ni con viralizar fragmentos emotivos. La fascinación social por la ciencia no puede quedar confinada al terreno de lo simbólico o lo anecdótico. Necesita traducirse en políticas públicas concretas, sostenidas y federales.
Federales de verdad. No concentradas en unos pocos centros urbanos ni en instituciones que sobreviven a fuerza de heroicidad. Políticas que entiendan que el conocimiento científico no es un lujo, sino una infraestructura básica del desarrollo, tan estratégica como una ruta, un hospital o una red eléctrica.
El streaming del fondo marino mostró algo más: mostró una Argentina que investiga su propio territorio, que produce conocimiento situado, que no depende únicamente de agendas importadas.
Mostró que el Conicet no es una abstracción ni un gasto: son personas formadas durante décadas, son laboratorios, datos, publicaciones, paciencia y estudio. Mucho estudio.
Pero también mostró la fragilidad de todo ese sistema. Porque detrás de la épica del vivo hay salarios atrasados, becas insuficientes, proyectos discontinuos, jóvenes científicos que piensan en irse, líneas de investigación que se apagan por falta de financiamiento.
Si la ciencia hoy emociona, si convoca, si gana premios de la televisión, entonces el Estado, en todos sus niveles, tiene una responsabilidad ineludible: estar a la altura de esa emoción social.
Eso implica diseñar políticas públicas que conecten ciencia con problemas reales: ambiente, salud, producción, energía, ciudades, agua. Implica que las provincias y los municipios tengan herramientas para trabajar con el sistema científico y no lo vean como algo lejano o inaccesible. Implica planificación de largo plazo, algo que la ciencia conoce bien y la política suele olvidar.
El Conicet estrella no debería ser sólo el que gana un Martín Fierro. Debería ser el que ilumina decisiones públicas, el que orienta modelos de desarrollo, el que ayuda a anticipar crisis en lugar de reaccionar tarde.
Nuevas autoridades asumen en el Conicet Córdoba este mes. Nuevas autoridades con las que hay que sentarse a debatir su visión sobre el modelo científico cordobés.
Porque tal vez el mayor mérito de ese streaming premiado sea haber hecho visible lo invisible. Ahora el desafío del Gobierno es mantener esa luz encendida.
Porque cuando la ciencia enciende la luz, no sólo se gana conocimiento. Se gana futuro.
Director de Vinculación en Ciencia y Tecnología de la Provincia























