Nuestro país enfrenta uno de los desafíos más trascendentes, de cara a un flagelo tan peligroso como la corrupción, que por su anclaje estructural, viola de forma sistemática las leyes de la nación y compromete el futuro de nuestra república.
Un enemigo siniestro, al que muchas veces se ha visto nacer y crecer desde el seno mismo del poder, transformando a este en una herramienta para alcanzar el enriquecimiento personal y garantizar impunidad, deslegitimando a las instituciones y pulverizando la confianza pública, lo que genera un sentimiento de desconcierto y decepción respecto de la forma en que se administra justicia y el modo en que se aplica el derecho en el caso concreto.
Es imperioso combatir el diabólico juego de acumulación de poderes como eje central de un enemigo que crece de manera exponencial y que se ha convertido en un claro atentado contra el orden democrático y constitucional (artículo 36 de la Constitución Nacional)
Precisamente, uno de los puntos más trascendentes de la Reforma Constitucional de 1994 radica en la incorporación del mencionado artículo, que refuerza el sistema democrático frente a los atentados provenientes de los actos de fuerza y de la comisión de los denominados “delitos de corrupción”, toda una novedad en el sistema constitucional de nuestro país.
El Poder Judicial es el último bastión en la constante labor de construir justicia, desde la independencia funcional y de criterio, y cuenta con una legislación dotada de suficiente potencia para enfrentar este cáncer instalado en el sistema y con ramificaciones peligrosas.
A la altura del momento histórico
No hay espacio para conductas diletantes: el sistema judicial argentino debe estar a la altura del momento histórico que le toca enfrentar, y cumplir con una obligación indelegable, expropiar el conflicto social, resolverlo a través de procesos eficientes y dictar sentencias que contribuyan a garantizar la convivencia social.
En este sentido, vale referenciar el reciente pronunciamiento unánime de la Corte Suprema de Justicia de la Nación en la llamada causa “Vialidad”. Con los votos de los ministros Horacio Rosatti, Carlos Rosenkrantz y Ricardo Lorenzetti, se rechazó el recurso de queja intentado por la expresidenta Cristina Fernández de Kirchner y se confirmaron la condena a seis años de prisión por el delito de administración fraudulenta en contra del Estado y la inhabilitación especial perpetua para ejercer cargos públicos.
La condena confirmada dejó en evidencia cómo fueron tomadas por asalto las arcas del Estado y se traicionó al pueblo que honró a la expresidenta. Así quedó dibujado un nuevo paradigma en el Poder Judicial, dado que el proceso que involucró a la principal imputada fue sustanciado mientras ella estaba en pleno ejercicio de sus funciones y en el máximo apogeo de su popularidad.
Pretender deslegitimar el fallo recurriendo a la teoría de la conspiración es disparatado e insostenible. Se desarrolló un proceso judicial con la intervención de diferentes jueces y fiscales, designados en su mayoría durante la gestión de Cristina Fernández de Kirchner. De modo que resulta ilógico pensar en una comunión de voluntades dirigida a perjudicarla utilizando el aparato judicial para lograr su proscripción.
La señal es potente desde la cabeza del máximo tribunal, y el mensaje se convierte en una sentencia inapelable. La Justicia debe sobrevivir a los cambios políticos, conservando su independencia desde el punto de vista funcional y de criterio.
El papel del Poder judicial es esencial en la constante labor de custodiar el Estado de derecho y consolidar la confianza pública en las instituciones, demostrando –como quedó plasmado en un veredicto de 27 carillas emanado desde la Corte– que no es la intuición judicial ni la gravedad de los hechos, tampoco la injerencia popular o el clamor de las víctimas, lo que decide el resultado de un proceso, sino las pruebas.
Estamos asistiendo a un momento histórico, que nos alienta a seguir trabajando de forma incansable para revertir el desprestigio social en la Justicia. En el importante caso aludido, ha demostrado no ser endogámica.
Es fundamental evitar que el poder sea utilizado para robar, promoviendo, desde cada lugar que nos toca ocupar, la cultura de la ética, sembrando responsabilidad mediante un esfuerzo coordinado y multisectorial, para combatir con éxito a un enemigo que socava el cumplimiento de la ley. Así, y sólo así, será justicia.