En Trelew antes llovía más. Lo recuerdo por las calles embarradas de mi cuadra, que siempre me dejaban las zapatillas sucias. El recuerdo más nítido que tengo sobre el barro fue un día en el que Morena, nuestra perra, se perdió porque dejamos la puerta del portón abierta.
Era cachorra y durmió mucho tiempo entre mi cama y las de mis hermanos. Cuando creció y ocupó más espacio, llegó el momento de enviarla al patio con Rumbo, nuestro perro, que en ese momento ya era viejito.
Un domingo, después de darles la comida de la noche, Morena salió del patio y encontró el camino hacia su libertad. Eligió salir a conocer el mundo, supongo.
A los cinco o 10 minutos llegó la desesperación, cuando nos dimos cuenta de que no estaba. Mientras nos echamos las culpas entre todos, publiqué en Facebook que se había perdido en el barrio y que, si alguien la veía, me llamara.
Salimos a buscarla con Tute, mi hermano menor. Fuimos cuadra por cuadra a los gritos, pero no la veíamos. Era una perra que reaccionaba rápidamente si le hablábamos o le silbábamos. En realidad, es –todavía vive en mi casa de Trelew, ya con 10 años de vida y un poquito pasada de peso–.
Búsqueda minuciosa
A la medianoche, salí otra vez. Mi barrio queda en la periferia de la ciudad, casi llegando a la ruta que lleva a Rawson y a Comodoro Rivadavia.
No había forma de que fuera para ese lado, así que, después de recorrer las 12 cuadras de viviendas y las 15 siguientes del barrio contiguo, agarramos el auto y fuimos hacia el centro. Para ese momento, ya eran casi las dos de la mañana.
Llovía mucho. Con Tute nos lamentamos por el frío que podía tener, por el miedo y también porque casi nunca había salido de casa. Mala nuestra: no la paseábamos tanto como a Rumbo. Igual, era cachorra y bastante revoltosa.
Fuimos cuadra por cuadra y avanzamos sobre calles paralelas: la 9 de Julio, la 25 de Mayo, la San Martín, la 28 de Julio, la Julio Roca, la Soberanía Nacional, y así. Pero, como siempre, Trelew a la noche era un desierto y no había ningún rastro de ella.
Así se nos pasaron las horas y la noche llegó a su fin. Volvimos resignados a dormir. Recuerdo con claridad que no podía aceptar la idea de que se hubiera perdido. Además, el amor y el apego que siempre sentimos por nuestras mascotas nos estaban destrozando.
Cuando llegó el lunes, había que llevar a Alicia, mi madre, a trabajar. También estaba muy preocupada, pero tenía que cumplir con su labor, por supuesto. “Ya va a aparecer”, dijo, y cerró la puerta de mi habitación.
Tute la llevó y yo me levanté media hora después, a las ocho, para volver a buscarla. Cuando él dejó el auto, lo tomé yo y fui hacia la ruta, en dirección a las canchas de fútbol que están casi juntas: la de Huracán y la de Racing. Pero nada.
En estado de angustia
Esa mañana no la encontré. Y de la desesperación, pasé a la angustia. No quería aceptar que había perdido a mi perrita. Mis dos hermanos, creo, se rindieron. O quizá simplemente lo dejaron en mis manos. Pero dejaron de buscar.
Después del almuerzo, salí de nuevo. Esta vez fui hacia el río Chubut, cerca de las canchas de rugby: Trelew R. C. y Patoruzú R. C. Eran más o menos las dos de la tarde. Dejé el auto en una escuela y empecé a caminar.
No hay muchos caminos en esa zona; es como encontrarse con el valle y ver yuyos muy altos hasta llegar a las orillas del río, donde siempre te sorprende la correntada.
En esa escuela, le pregunté a un portero si había visto una perra negra, de tamaño mediano, tirando a grande. La respuesta era la que esperaba:
–Sí, allá hay una –dijo. Me volvió el alma al cuerpo y corrí entre los árboles y el barro.
Con una emoción que me nubló, encontré a la perra que había mencionado el portero. En realidad, dijo perro. Pero la descripción coincidía con lo que le había contado: mismo tamaño, mismo pelaje, misma forma de la cabeza. No sé qué me pasó… realmente me nublé.
Me encontré con un animal dócil, que no daba señales de haber estado asustado ni perdido. Simplemente se subió al auto y me miró con cara de resignación. Ahora, con el tiempo, pienso que intentaba decirme:
–Dejame acá, flaco.
Yo lo miraba, sin siquiera sentirme feliz de haber encontrado a Morena. Lo repito: me nublé.
Cuando llegamos a casa y se la mostré a mis hermanos, el perro tampoco se inmutó.
Vino Federico, mi hermano mayor, y me dijo:
–No es Morena.
–¡¿Cómo que no?! –le contesté, incrédulo.
Vino Tute a desempatar... y dudó. Bueno, al menos no fui el único que se confundió.
La mirábamos. Dudamos. Pero no podíamos confirmar si era o no Morena. Capaz que mi entusiasmo los confundió. Claramente, no era. Pero, por un rato, me lo creí.
Eran las cinco menos 10. Había que ir a buscar a Alicia. Tal vez, para no hacerme cargo de que estaba equivocado, decidí ir yo. La lluvia había cesado esa tarde.
Manejé pensando en por qué el perro no comía ni tomaba agua. Me preguntaba qué tan grande podía ser el susto para que no hiciera ni una mueca.
Cuando mi mamá me vio, me retó por el barro en el auto, pero enseguida se dio cuenta de que podía ser de Morena.
–¡La encontraron! –exclamó.
Pero no le devolví la alegría. En los hechos, sí, teníamos a Morena. Pero yo seguía sin creerlo. No lo podía asegurar. Algo me decía que no era la perra que estaba echada en el patio.
Extraña despedida
Al bajar de la escuela 156, por la laguna Chiquichano, volví a nublarme. Enfoqué a lo lejos… y la vi. Esa sí era Morena.
Silbé fuerte, y me escuchó. Corrió desesperada hacia nosotros e hizo un salto de un metro y medio hasta el interior del auto. Embarró todo el triple, pero la felicidad que sentimos fue indescriptible.
Llegamos a casa y dio el mismo salto para correr hacia mis hermanos, que también la abrazaron, felices.
Pero mi alegría se apagó de inmediato cuando vi por la ventana al perro que había encontrado en el río. Fui a ver su tarrito de comida y agua: seguía intacto.
Nos miramos, mientras de fondo se escuchaban las risas de mi familia jugando con Morena.
Me miraba fijo, a los ojos. Lo acaricié un rato, y de repente hizo un gesto de dolor que lo tumbó. A los pocos minutos, falleció ahí.
Toda la vida tuvimos perros. Tomy, Goku, Rumbo, Morena. Los primeros dos también murieron frente a mí. Y nunca pude enterrarlos; jamás me animé a despedirlos.
Pero esta vez la culpa por haber arrastrado a ese perro hasta mi casa, por desesperación, me obligó a hacerme cargo. Lo cargué en una carretilla, lo llevé a la cancha y lo enterré como Dios manda.