El auto frena sobre la calle de tierra. Todo se llena de polvo. Evito la bocina porque los vecinos aún duermen.
Llegamos a lo de mi suegra, que, como siempre, está lista. Se maquilla completamente y se la ve feliz. Va a compartir un fin de semana largo con su nieta. Temprano pasa el regador –que es un camión lanzando agua sobre el piso de tierra–. Moja completo un costado del auto. Mi hija quiere bajarse porque le encanta ese chorro enorme que surge potente desde el fondo del camión.
Mi suegra trae un bolso pequeño. Somos cinco y el baúl es grande, pero no tanto. Veinte kilómetros hablando con su nieta y llegamos a lo de mi abuela.
También está lista, pero su bolso es bastante voluminoso. Carga dos bandejas, una con una pastafrola y pastelitos, otra con tallarines caseros. Debe de hacer una semana que está trabajando para estos días. Todos los bolsos entran ajustadamente en el baúl, pero la comida va sobre las faldas.
Mi abuela sube en el asiento de atrás. Salimos muy temprano para evitar el calor. El Corsa no tiene aire acondicionado y somos cinco. Mi abuela, mi suegra y nosotros tres. Casi cuatro porque Vanina –mi esposa– está embarazada.
El auto se llena de olor a diferentes sabores. Mi suegra y mi abuela charlan entretenidamente. Se llevaron bien desde que se vieron por primera vez. No compiten en nada.
A Vanina le hacen mal muchas curvas. El camino hasta Villa General Belgrano la pone mal y debemos parar. Nuestra hija la mira desde la ventanilla. Las balizas gritan para que no olvidemos de apagarlas.
Mi abuela tiene 89 años, y mucha vitalidad. Mientras las demás duermen, ella aprovecha para tejer al croché. Me habla para que no me duerma. Le pregunto si tiene pensado algo para festejar los 90 que cumple en pocos meses. Me dice que nada, pero no le creo.
Le encantan las fiestas, las juntadas y las amigas. Juega todas las noches a las cartas hasta las 2 de la mañana. En invierno se vuelve caminando solita de las juntadas por el pueblo donde vive.
–Vamos a hacer una buena fiesta. Ya hablé con mi hermano.
–Me encantaría entrar de la mano de ustedes dos, eso es lo único que quiero.
Entre mate y mate llegamos al destino. Una mujer joven nos abre la tranquera y nos acompaña hasta una cabaña. Mientras nos comenta las comodidades del lugar, se van despertando todos. Nos lleva hasta un salón enorme. Me preocupa que todo acá es con muchas subidas y bajadas; y la nona se va a tener que quedar todo el día dentro de la cabaña. Mi suegra, que se dializa desde hace cinco años, tampoco tiene huesos para semejante esfuerzo.
Nos fuimos con Vanina a recorrer el predio mientras nos arrepentíamos del lugar escogido. Era bello y con muchas actividades para nuestra hija, pero estábamos en un lugar donde nadie podía andar mucho por sus subidas y bajadas. Una abuela de casi 90, una embarazada de 5 meses y una mujer con huesos muy frágiles.
El plan fue el siguiente: nosotros íbamos al Centro a hacer compras y ellas se quedaban con nuestra hija de 2. Debían bañarla para antes de las 9, porque íbamos a salir a cenar a un local de comida alemana.
Antes de que arrancáramos el auto, las vimos caminar por una empinada bajada. Abuela, suegra y bisnieta iban rumbo al salón de usos múltiples. Bolsa con torta, mate y termo. La dueña del lugar comentó que hay mateada general a la tarde y para allá se encaminaron.
Aún no son las 7 y, en el Centro, muchos toman cerveza. Hay vendedores con trajes alemanes. Caminamos tranquilos después de hacer las compras eligiendo el lugar donde cenaremos a la noche. Prometemos volver para tomar unas cervezas esa misma noche. Nunca es bueno postergar los deseos.
La tranquera está cerrada, pero la dueña nos enseñó dónde está la llave del candado. Es de noche y el clima ha refrescado. Los pinos destilan un olor especial a esa hora. No hay ruido ni luces encendidas en nuestra cabaña. Vanina tiene cara de preocupación mientras abre la puerta.
Demasiado silencio. Nadie subió la calefacción, el lugar está frío. Enciendo las luces, ella sube las estufas.
Desde una de las ventanas intento observar el salón que no se distingue por la lejanía. Si tuviera las luces encendidas se vería, pienso, pero no se lo digo. Sólo la intranquilizaría más.
Le digo que voy hasta el salón y camino por la gran bajada. Paso al lado de una cabaña que tiene la televisión a alto volumen. En otra cabaña están prendiendo fuego para un asado.
Mis dudas se hacen verdad. No hay nadie en el salón. Las luces están apagadas. Entro y las enciendo. El salón tiene grandes ventanales y adentro está helado. La calefacción parece apagada. Algunas mesas están sucias. Hay restos de yerba.
Pienso en lo peor. Vuelvo por un camino diferente al de la ida. No hay olor a asado ni veo gente caminando.
Llego a nuestra cabaña imaginando verlas y contando por qué habían desaparecido. Vanina no tiene buena cara y se pone peor cuando me ve llegar sin noticias.
–Voy hasta la casa de la dueña.
–¿Dónde se pueden haber metido, si ninguna puede caminar tres cuadras? –dice con toda razón.
Golpeo la puerta de la cabaña principal y nadie sale. Camino hasta la ventana y se ven luces encendidas pero ningún ruido. Llega desde lejos un olor a asado. Vuelvo a golpear y no hay respuesta.
Sigo el olor del humo para llegar hasta una cabaña con gente y veo un movimiento extraño en la oscuridad. Los árboles tapan la luz de la luna y no se pueden ver detalles. Parece alguien con un cigarrillo encendido que camina alejándose. Pronto su sombra y el cigarrillo desaparecen. Tampoco reconozco el origen del humo del asado. Sigo caminando sin rumbo. Una lechuza vuela cerca. El corazón aumenta aún más los latidos.
Ubico la cabaña donde surge el olor a asado. Alguien está poniendo la carne sobre la parrilla. Le pregunto y me dice que no sabe nada.
Mi cara de preocupación le hace meterse dentro de la cabaña y consultar a su esposa.
Me dice que ella estuvo reunida en el salón a la tarde y que se fueron todas a la cabaña más grande, que está sobre el río. Se ofrece a acompañarme y no me niego.
Nada del escenario que mi mente imaginaba estaba allí. Veinte mujeres rodeaban a mi abuela. El grupo mayor tejía croché y escuchaba las enseñanzas de ella. Mi suegra con otro grupo estaba con las dos agujas. Mi hija jugaba con cuatro niños sobre un sillón.
–Ni se te ocurra llevarte a tu abuela –fue el comentario muy claro que recibí.
Saludo y le pido a mi hija que me acompañe a buscar abrigo. Volvimos a la cabaña “a cocochito” porque a ella le encanta y para mí era la forma más rápida de regresar.
Mi esposa sale al escuchar nuestra caminata. La abraza y llora. Me pregunta por su madre y por mi abuela. Le cuento toda la historia. Se comienza a reír mientras se seca las lágrimas. Estaba muy frío y no quisieron abandonar la juntada. Se mudaron hasta la cabaña más grande del complejo.
Eran más de las 9 y la salida a cenar estaba suspendida.
Unos meses después de su hermosa fiesta de 90, el corazón le dijo basta. La última foto que tengo es que estamos los tres entrando del brazo en la fiesta.
El velorio fue increíble. Aparecieron amigas de todos lados, mujeres jóvenes, hombres mayores, abuelas. Era una multitud. Fui el último que dejaron hasta que sellaron el cajón. Le di el último beso. Hay que tener una despedida digna de la vida que tuviste y ella la tuvo.
Vuelvo todos los años al cementerio. El día de su cumpleaños. El día que cumpliría 100 años estaba frente a su tumba. Solo, pensativo, no suelo estar más de 15 minutos. Ya no se puede ni llevar flores.
¿Cuándo se deja de extrañar a los abuelos? Una vez pensé que estaba en la película Todopoderoso, esa donde a Jim Carrey le dan la posibilidad de ser Dios por un tiempo. Era a mí a quien le daban la posibilidad de ser Dios por un día: lo único que hice fue decretar que no se murieran las abuelas. Firmado y decretado.
A lo lejos veo caminar a una viejita, lenta, canosa. Viene hacia mí. No hay nadie más en el cementerio. Dos palomas salen volando rápidamente cuando ella pasa a su lado.
–Hola, Gustavo –me reconoció–, vengo todos los años para su cumpleaños. Antes veníamos todas, pero ahora fuimos quedando menos. Ella hablaba todo el día de ustedes.
La abrazo y pienso que es un regalo más de la nona.























