Con la designación de Robert Prevost como nuevo pontífice, el interés de la mayoría de los observadores se ha centrado en vislumbrar si el Papa que asume continuará por la senda de Francisco o torcerá el rumbo hacia una nueva visión, especialmente en los temas sociales y políticos, más que en los puramente religiosos.
Las primeras señales alientan a pensar en una continuidad, pero la línea de la Iglesia nunca es el resultado de una pura voluntad individual, sino la consecuencia del pensamiento de su conjunto, de las circunstancias históricas que transcurren, además de la historia personal y la propia formación del máximo dignatario católico.
Estadounidense por nacimiento y peruano por elección, Prevost no prefirió ser Francisco II sino León XIV, retomando el nombre de quien inauguró en 1891 lo que hoy se conoce como Doctrina Social de la Iglesia, con su encíclica Rerum Novarum (“De las cosas nuevas”), donde se refiere a la situación de los trabajadores y del sindicalismo en los comienzos del intenso desarrollo de la industria.
Al igual que Benedicto XVI, proviene de un país protestante y desarrollado, donde el populismo pobrista, que fue decisivo en la formación y en las obsesiones políticas de Bergoglio, no cuenta con un espacio social e ideológico destacable.
El concepto de pobreza se percibe distinto en la Argentina bañada de peronismo que en los Estados Unidos, donde se exalta la riqueza y a los self made men. Aquí la pobreza es una categoría valorada, y por poco cercana a la santidad. En el Norte, carece de esa dudosa jerarquía.
Unidad y disenso
Pese a proclamar la búsqueda de la unidad interreligiosa, Francisco no logró extender este concepto al interior del propio catolicismo. Veamos dos ejemplos concretos. Uno, su imposibilidad de visitar la Argentina, su propio país.
Francisco era plenamente consciente de que su posicionamiento político generaba amplios rechazos en su tierra, más allá de cualquier consideración de tipo religioso.
Se lo veía aquí envuelto en la bandera del peronismo más clásico, visión política rechazada por una parte amplia y creciente de la población, católica o no. Francisco percibió con claridad que su presencia, más que unir, dividía, y esto era consecuencia de su intenso embanderamiento con una de las partes en que la sociedad argentina se divide en lo político y social.
Francisco mostró de modo reiterado su amabilidad para con la dirigencia del peronismo, político y sindical, y su distancia con Mauricio Macri, a quien le reprochaba la aceptación del matrimonio entre personas del mismo sexo. De tal modo, su imposibilidad de visitar la Argentina, un hecho insólito, provenía de la intensidad de su adhesión política.
Algo similar ocurrió en América latina: la Conferencia General del Episcopado Latinoamericano (Celam) no tuvo discusión y pronunciamiento alguno durante su pontificado. Tras Río de Janeiro (1955), Medellín (1968), Puebla (1979), Santo Domingo (1992) y Aparecida (2007), la Celam se llamó a silencio en documentos de este tipo durante los años de Francisco. Los motivos quizá tengan un origen similar a los de su ausencia de Argentina.
En efecto, su posición permisiva y aun amigable respecto de las dictaduras de Cuba, de Venezuela y de Nicaragua convocaba más bien al disenso que a la unidad.
Y esto también era una deriva del abrazo a los populismos latinoamericanos que, conforme a su visión, formada en el peronismo local, representaban a los pobres en el plano de la política. Es probable que esta concepción no fuera enteramente compartida en toda América latina, por lo cual el consenso para una declaración pública integral no sería fácil de lograr.
Dios y el César
Si podemos decir que la Iglesia Católica tiene dos dimensiones principales –una puramente espiritual, la otra social y política–, Francisco estaba más atento hacia esta última.
Su rechazo al dinero (“excremento del diablo”), que no es más que la expresión de la riqueza y, por lo tanto, del trabajo, difícilmente pueda ser continuado por alguien que proviene de un país donde el dinero no sólo no es pecaminoso, sino más bien motivo de mérito y aun de orgullo.
Pero la inclinación hacia los asuntos del César más que a los de Dios parece haber llegado para quedarse entre los temas prioritarios de la Iglesia. Quizá esto sea consecuencia del hundimiento del socialismo y de la ampliación del liberalismo económico, con sus implicancias políticas e individuales.
Así, la combativa Teología de la Liberación de los años 1970 ha sido reemplazada por la Teología del Pueblo, que guarda con aquella la misma distancia que existe entre el socialismo y el populismo: un aggiornamento, con permanencia de elementos esenciales.
La Iglesia parece haber resuelto que ese espacio de defensa y representación de los pobres puede ser ocupado en parte por el catolicismo tras el fracaso socialista.
Con el paso del tiempo, que siempre beneficia en materia de perspectiva, queda por analizar si la Iglesia, durante el reinado de Francisco, valoró de manera adecuada la situación que vivió el mundo, como –cada uno a su modo– lo hicieron Pablo VI en los años 1960 y 1970 y Juan Pablo II durante la crisis del socialismo en los ’80 y ‘90.
Como fuere, lo más probable es que León XIV llegue con novedades y nuevas visiones, más que con una rústica continuidad del papado que lo precedió.