Cuando a mediados de la década de 1980 Raúl Alfonsín lidiaba con el sindicalismo peronista liderado por Saúl Ubaldini, que reclamaba aumentos salariales mayores a los que el presidente radical estaba dispuesto a conceder, un grupo de intelectuales liderado por Juan Carlos Portantiero aportó una línea argumental cargada de ironía.
La nombraron como “La teoría del hombre malo”. Trataban de justificar, por el absurdo, la decisión restrictiva de Alfonsín respecto de los salarios. Se preguntaban por qué no querría el presidente conceder aumentos mayores. ¿Por pura perversión y maldad? ¿O porque intereses nacionales superiores y su propia responsabilidad de gobierno lo obligaban a ello, aun sabiendo que eso le granjearía la animosidad de una gran parte de la población?
En la Argentina de hoy, los salarios, pero especialmente las jubilaciones, son el tema que más despierta la sensibilidad de nuestras almas nobles de la política, que periódicamente sienten heridos sus sentimientos más finos y profundos y se ven impulsadas a elucubrar algún proyecto de ley para ejercer justicia sobre sus ingresos.
Aumentar ingresos con dinero ajeno es una especialidad que ejercen con liviandad y orgullo: muestran una gran preocupación por la postergación de los jubilados y deciden aumentos sin preguntarse siquiera por los fondos para cumplirlos. Hipocresía en grado máximo. Nada hay más fácil que hacer demagogia con dinero ajeno.
En política, lo más difícil es decir “no”, situación que todos esquivan. Es preferible el ejercicio de la confortable determinación de aumentos que deberá afrontar el Gobierno, que va en dirección contraria y trata de contener el gasto público para frenar la inflación.
La crítica situación del grueso de los jubilados es el producto de sucesivos desaciertos a lo largo del tiempo. Entre ellos, la incorporación de millones de nuevos pasivos sin aportes. Sin embargo, descaradamente se piden correcciones a un gobierno recién asumido y con espantosas e inmanejables dificultades económicas heredadas.
Dos bloques antagónicos
El radicalismo parece empeñado en retornar a su vertiente más auténtica: la nacional y popular, en competencia con el peronismo kirchnerista. Con la conducción de Martín Lousteau, ese y ningún otro parece ser su destino, salvo contadas excepciones. Durante cuatro años se mantuvo aliado con el PRO, a regañadientes, sin convicción. Ahora ha vuelto a ideas con las que se siente más cómodo, afines a las del peronismo. Habrá que ver si la actual conducción puede imponer esa línea a todo el radicalismo o si prevalece el realismo de quienes tienen responsabilidades de gobierno, como Maximiliano Pullaro y Alfredo Cornejo.
El bloque Hacemos Coalición Federal, liderado por el Miguel Pichetto, a quien se identificaba como un peronista evolucionado y razonable, decidió sumar su voto a los proyectos que confrontan con Milei. Los diputados peronistas por Córdoba no dudaron en sumarse. Cabría preguntarles si sostendrán el mismo criterio para su propia provincia, donde también las jubilaciones se retrasaron a lo largo de todos estos meses.
Estos hechos nos hacen pensar que, más tarde o más temprano, la situación política generará –con matices– dos bloques de intereses. Uno populista, liderado por el kirchnerismo, pero con la adhesión distraída pero constante del sector del radicalismo representado por la actual conducción. El otro bloque, liberal, con Javier Milei y Mauricio Macri como figuras centrales. Es el sino de la Argentina, desde unitarios y federales en adelante.
Afuera y adentro
Mientras tanto, el Presidente sigue aferrado a su curiosa valoración de las prioridades. La instalación y la permanencia de su figura en el escenario internacional tiene para él una primacía que no admite discusión. Para el Gobierno, es lo más importante. Viajes, entrevistas, declaraciones rimbombantes están en un primer plano y relegan a un segundo lugar la mera política local, cuyos detalles Milei parece menospreciar. El Presidente disfruta escandalizando con tonterías, como su confesión de que busca destruir el Estado desde adentro. Algún día llegarán las facturas por estos dislates.
En la política local, en cambio, se le escapan algunas tortugas, por falta de atención del Estado. El choque de trenes de hace un mes fue la consecuencia de no haber atendido reclamos realizados oportunamente. Algo parecido sucedió con la falta de gas, que debió ser prevista por el Gobierno. Los escándalos en el área del ministerio de Capital Humano tampoco han tenido un desarrollo feliz.
Pero nada de esto importa, por ahora. El apoyo de sus votantes continúa siendo férreo, al menos si nos atenemos a las encuestas de opinión. Con grandes sacrificios, amplias franjas mantienen la esperanza acerca de un futuro mejor, pese a un presente que desmejora y acorrala.
El Presidente debería tomar nota de algo que resulta obvio pero que él parece ignorar: el tiempo corre y la paciencia popular no dura para siempre.
* Analista político